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¿Qué guerra contra los hombres?

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Recuerdo muy bien el perfil de mi padre cuando tenía más o menos mi edad. Lo grabé en la memoria en un viaje en coche a Alemania que hicimos los dos juntos. Son muchas horas a pasar con un padre si tienes trece años. Durante el día, me dejaba deambular por las ciudades donde él tenía que trabajar: Steinen, Basel, Lörrach. Luego, cenábamos temprano, casi siempre con alguien, mientras yo hacía que les escuchaba preguntándome qué otro idioma si no era el alemán había estado estudiando para no comprender una frase completa. En aquel viaje, hablamos bastante. Él, probablemente, más. Mi padre no quitaba la mirada de la carretera. No había móviles ni distracciones. No había dónde esconderse. Las emisoras de radio se perdían entre las montañas. Había aduanas, y marcos en nuestros bolsillos. En aquel viaje, mi padre me habló de feminismo. Pero ni él ni yo lo sabíamos.

Hace unos días, un chaval de dieciséis se levantó en medio de un público y me preguntó: “¿Por qué somos ahora los hombres el cáncer del planeta?”. Solo pude responderle: “¿Qué? No sois ningún cáncer en ningún planeta”. Días después, una mujer de casi sesenta años me aseguraba que ella no estaba dispuesta a iniciar ninguna guerra contra su marido porque alguien así se lo dijera. Que estaban bien. Que no iba a cambiar nada. Que él, entre otras cosas, llevaba el coche al taller y sacaba la basura y que de eso, al menos, estaba despreocupada. Así. Encuadradas otras y estas dos conversaciones en diferentes actos a los que asistí por la celebración del Día de las escritoras, también cuestionada su pertinencia por algunas voces, creo que tenemos un pequeño problema de comprensión y de referencias. Todos.

¿Por qué salta un resorte indómito en muchos casos cuando nos hablan de esta discriminación antigua? También me he encontrado con hombres, y con mujeres, que esquivan el tema porque se sienten agredidos. No es hasta que se toca el asunto de la igualdad que sienten cómo su férrea organización basada en la dotación cultural de poder social, político, laboral y familiar, de dueños del escenario público, se ve amenazada por lo que ya es imparable.

El año que siguió al #MeToo, aquella hermosa ruptura del silencio de tantas compañeras compartiendo sus experiencias de violencia y abuso sexual, así como los machismos diarios que tampoco se iban a seguir tolerando, ha dejado en una incómoda situación a aquellos que prefieren mantenerse inmóviles. No creo que sean actitudes como ponerse a la defensiva las que deban seguir a ese primer desconcierto. Aquí no hablamos de un cambio de actitud lento, de “no sé cómo tratarlas ahora” o de “no sé de qué hablan si estudian y trabajan más que nunca”, sino de un revisión individual y colectiva, nombre por nombre, de por qué no le debemos nada por ser hombres o mujeres a un sistema históricamente patriarcal. Si no se suman ya a esta transformación, entonces sí verán el nacimiento de las fricciones.

La vida me ha topado con mujeres fuertes. Y también, naturalmente, con mujeres débiles. Creo que nosotras nos encontramos en una búsqueda de referencias, privadas y públicas, porque antes siempre fueron ellos los que nos contaron el mundo. Y eso supone la reivindicación de mujeres que hasta ahora permanecieron en la sombra. En mi caso, busco autoras que ya estuvieron donde yo estoy, mujeres de la escritura a las que admiro por sus letras o porque, de alguna forma, se resistieron y se resisten a permanecer en el mundo del hogar y los cuidados, física y literariamente. Hasta ahora fueron hombres, en muy alto porcentaje, los que nos hablaron del universo: de la política, de las guerras, de los pecados, de las pasiones y hasta de nuestros propios partos. Cuando dicen que los hombres necesitan encontrar referentes feministas (referentes hombres) para romper con ese desconcierto y sumarse, no entiendo por qué no encuentran esos modelos, ejemplos y caminos en alguna de las mujeres que han alzado la voz hoy y en alguna de las que lo hicieron antes.

¿Acaso tendrían que ser ellos los que se expliquen a sí mismos en qué consiste el feminismo para dotarlo de peso y poder convertirlo en una verdadera revolución?

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Creo que no somos conscientes de lo feministas que somos hasta que nos situamos en la tesitura de contárselo a nuestros hijos. Para mí, es la medida, la revisión permanente del ejemplo. El deseo de aquel hombre que fue mi padre en aquellos años para su hija era tan sencillo como inculcarle la libertad. No una libertad cualquiera. En mi caso, me estaba hablando de la libertad emocional. Y para conseguirla, mi padre me narró toda una serie de cosas que yo debía lograr sola y, de alguna forma, para él, en rebelión frente a lo que de mí podría llegar a esperarse. Para que una vez que el vínculo se rompiera con quien fuera, pudiera alejarme sin mirar atrás. Juro que en él le sonaba mejor. Pero, qué fácil, ¿verdad? A mí, entonces, me pareció de cajón.

Ahora puedo reconocerlo.

Pero él jamás recordará haberme hablado de feminismo.

Recuerdo muy bien el perfil de mi padre cuando tenía más o menos mi edad. Lo grabé en la memoria en un viaje en coche a Alemania que hicimos los dos juntos. Son muchas horas a pasar con un padre si tienes trece años. Durante el día, me dejaba deambular por las ciudades donde él tenía que trabajar: Steinen, Basel, Lörrach. Luego, cenábamos temprano, casi siempre con alguien, mientras yo hacía que les escuchaba preguntándome qué otro idioma si no era el alemán había estado estudiando para no comprender una frase completa. En aquel viaje, hablamos bastante. Él, probablemente, más. Mi padre no quitaba la mirada de la carretera. No había móviles ni distracciones. No había dónde esconderse. Las emisoras de radio se perdían entre las montañas. Había aduanas, y marcos en nuestros bolsillos. En aquel viaje, mi padre me habló de feminismo. Pero ni él ni yo lo sabíamos.

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