Desde la casa roja
Relatos de la violencia
Para alguien que no ha vivido en Euskadi, intentar entender todas las sombras de un conflicto largo y violento resulta abrumador. Sus víctimas tienen nombre. Los hechos fueron. Pero las memorias son muchas y parten de diferentes lugares. La empatía es siempre un trabajo duro emocionalmente y nunca deja de haber aristas que uno no ve o no mira. No porque no quiera, sino porque no sabe mirarlas. Y tiene que aprenderlas porque no han dolido en la carne propia. Pero, de alguna forma, aunque más leve, también estuvimos ahí. Y, de alguna manera, también nos mandaron callar muchas veces unos y otros.
Durante mi infancia y juventud, Madrid fue objetivo de atentados terroristas, fueron asesinadas 123 personas desde 1960 a 2009, según el compendio Vidas rotas: todas las víctimas de ETA de Florencio Domínguez, Marcos García Rey y Rogelio Alonso. Recuerdo que en los tempranos noventa una compañera del colegio me dijo que tenía miedo. Era hija de un Guardia Civil de nuestro pueblo y vivía en la casa cuartel. Nuestra escuela estaba justo en frente. Por suerte, la televisión y la angustia de esta niña son lo más cerca que yo estuve de ese miedo en aquellos años: no había pintadas en mi portal ni murmullos ni madres ni muertos a mi alrededor. Durante muchos años, no supe cuantificar a las víctimas del terrorismo ni tampoco supe nada de la violencia del Estado y no creo que hubiera podido vivir obviando esto en otras coordenadas. Habrá quien prefiera no preguntarse y, sencillamente, asumir la historia que puede comprender. Creo que realmente sí hay necesidad de esa narración. Incomodarse con cuestiones no es justificar por qué este país vivió durante décadas bajo esa sombra y dónde estriba la complejidad del asunto. Desde ese lugar escribo hoy.
Pienso en esto ahora por dos cosas. La primera, porque la semana pasada acabé veloz e impactada la novela de Edurne Portela, Mejor la ausencia, donde la autora narra una parte de la vida de Amaia, una niña al principio, una mujer al final, que vive en un pueblo de la ribera del Nervión y en sus páginas vamos viendo las marcas que la violencia política, social y familiar imprimen en su vida. ¿Puede alguien crecer en una sociedad inmersa en la violencia y salir indemne? Yo quiero creer que sí. Pero lean el libro y allá cada conclusión.
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Hace unos días, paseando por Donostia, me sorprendió una placa en la fachada de un restaurante. Era el recuerdo a un chico abatido a tiros por un policía franquista en una manifestación contra las penas de muerte impuestas a dos miembros de ETA. En otra cara de la misma manzana, sé que murió un artificiero desactivando una bomba que ETA había colocado en un comercio. Una calle más arriba, el psicólogo de una prisión fue asesinado a bocajarro por dos etarras encapuchados. Portela escribió un ensayo anterior a la novela, El eco de los disparos, que es lo que a mí me parecía seguir escuchando en ese cruce de calles del barrio de Gros. Pero, en realidad, yo no sé cómo suena un arma al detonarse.
La segunda cuestión que me pone a pensar sobre algunas de las secuelas de aquello ha sido la visita de Ciudadanos al municipio navarro de Alsasua durante el pasado fin de semana. Si tuviera en frente a Albert Rivera me gustaría preguntarle a qué fue. Por qué eligió Alsasua. ¿Es Alsasua ese lugar impregnado en gasolina que nos quieren mostrar? Para cuando esta columna se publique ya habremos escrito que fue a provocar y a mostrar la confrontación y esa violencia supuestamente latente que existe en el pueblo.
Lo que hizo Rivera fue, para mí, una irresponsabilidad política, no porque no pueda ir a dar sus mítines a las localidades que le parezcan oportunas, sino porque llevó en sus bolsillos el viejo arsenal de la confrontación. Los llenó con los elementos de una narración incendiaria para incidir en el “con el Estado o contra el Estado”, y Estado solo significa así Guardia Civil, bandera, autoridad, defensa de la patria; todo lo otro significa terrorismo, independentismo, antisistema. A fuerza de tanto querer simplificarnos, espero que cada vez seamos más los que nos alejemos de una y otra cosa y busquemos en los márgenes una lectura nueva, no equidistante como señalan, sino propia, donde podamos asumir fríamente la complejidad, donde se rechace la violencia y pueda existir la reparación. No asumamos como real ese relato polarizado que intentan escenificarnos.