Desde la tramoya

Baraja nueva

Hay dos dimensiones en la política. Una es simbólica, épica, dramática y eventualmente inspiradora. La que cuenta relatos emocionales sobre el pasado, el presente y el futuro de una sociedad. Es la que se ve en la televisión. Es la política de los grandes acuerdos o los grandes conflictos, de las reuniones, los debates, las cumbres, los apretones de manos, las manifestaciones y las luchas callejeras también. Las que se escucha en las declaraciones más o menos grandilocuentes de los líderes políticos.

Pero hay otra dimensión de la política infinitamente menos luminosa. La que sólo se expresa tras las puertas cerradas de los despachos. Es la dimensión instrumental. La que distribuye el poder concreto. La dimensión más prosaica y menos inspiradora. Es la política que no se ve, quizá porque daría pudor mostrarla en su crudeza. Es la política de los repartos de sillones. La del quid pro quo. La de la negociación de mínimos y la de la aceptación de cesiones. Esta fea dimensión instrumental de la política es imprescindible y marca en realidad los destinos reales de la dimensión simbólica.

Ninguna de ambas dimensiones debe abandonarse en la comprensión de lo que está pasando hoy en España. Lo que vemos es, en resumen, que hay un candidato (Pedro Sánchez), que está buscando apoyos para ser presidente del Gobierno. Con un programa de gobierno socialdemócrata, que debería ser aceptado por Podemos y por Ciudadanos. Y un presidente en funciones (Mariano Rajoy) que renuncia a presentarse porque constata ya antes de empezar a negociar en diálogo de sordos, que no tiene los apoyos que necesita, ni los tendrá.

Si las cosas fueran tan sencillas como se ven, lo normal sería que Podemos exigiera algunas garantías de que el Gobierno que se forme con su apoyo es de izquierdas, cumple con algunos compromisos comunes escritos tanto en su propio programa como el de los socialistas, y que dejara gobernar, digamos que por el bien del país, al candidato que ahora puede presidir el Gobierno. Para Ciudadanos sería lo mismo: que se garantice que no hay estropicios con la unidad de España, que no se abusa del intervencionismo, que se cumplen los compromisos con Bruselas, y que, por supuesto, se ponen garantías de regeneración de la vida pública. Incluso el PP debería ser generoso y abstenerse en la votación de la investidura de Sánchez, porque si hasta ayer estaba a favor de la gobernabilidad y la estabilidad, también debería estarlo hoy…

Nada de esto es realista, por supuesto, porque entonces viene el juego estratégico de cada actor, que busca sus propios intereses selectivos, que exige su propia cuota de poder y que pretende sacar el máximo provecho posible en un juego de final incierto. Insisto: esto es feo, pero no necesariamente malo. Una función imprescindible de la política es distribuir poder concreto entre las élites de un país.

Por eso, es muy probable que la única salida posible a la situación que vive la política española sea repartir cartas de nuevo y jugar otra partida. Ninguno de los cuatro jugadores tiene cartas tan sólidas como para imponer su jugada, ni ninguno tan bajas como para abandonar la mesa. Habiendo dos jugadores –Sánchez y Rivera– con incentivos suficientes para aliarse en la partida, no tienen tampoco en las manos suficiente fuerza para ganar la apuesta.

El PP no tiene ningún incentivo para dejar que gobierne Sánchez. Ninguno. No le cae bien el PSOE, su enemigo de toda la vida. Se siente humillado por pasar de la mayoría absoluta a la impotencia absoluta. A pesar de ser el partido más votado, se ha quedado solo y sin amigos. De algún modo, ahora puede decir: "¿No lo veis? Si no se vota al PP se monta un lío".

Bernie for president

Podemos tampoco. Iglesias lo dejó escrito en su día. La victoria real de Podemos consiste en la suplantación del PSOE, en "cabalgar sus contradicciones", no en ayudarle por el bien de España. Porque el PSOE es quien tiene tradicionalmente la posición política más coincidente con la de la ciudadanía, la que Podemos ambiciona ocupar. De manera que no va a dejar que Sánchez ocupe graciosamente el despacho de La Moncloa. Naturalmente, ni Sánchez ni Iglesias creen que sea posible un Gobierno presidido por el primero y dirigido por el segundo. La simple idea de imaginar a Iglesias de vicepresidente de Sánchez, dando cuenta los viernes de los acuerdos del Consejo de Ministros da risa a cualquier socialista. Y también llama al sarcasmo entre los entendidos de Podemos.

Sólo Ciudadanos tiene un interés genuino en que gobierne Sánchez. Porque no compite con él. El "mercado" de Ciudadanos está en el espacio que ocupa el PP. Ciudadanos puede apoyar a Sánchez y comenzar a hacerle oposición al día siguiente. Puede ocupar ese espacio tan interesante de la política moderada, de Estado, limpia, sensata, que el PP, por su paradigmática arrogancia, nunca supo representar. Y puede demostrar que está por la estabilidad y la gobernabilidad, palabra muy apreciada en este momento por los grandes poderes del Estado.

Pero ni Sánchez ni Rivera, ni Rajoy ni Iglesias, tienen cartas altas en la mano como para terminar ganando la partida ni solos ni en combinación con ningún otro aliado. Yo me temo que habrá que recoger y repartir cartas de nuevo.

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