En defensa de los taxistas

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Subirse a un Cabify es una experiencia incomparable. El conductor, un señor encobartado y sumamente educado al que llamas por su nombre, te recibe en un coche negro de ministro. Te pregunta si está bien la temperatura, si prefieres alguna emisora en particular y si quieres una botellita de agua. El precio está fijado de antemano en tu teléfono y no va a subir aunque le pidas que de una pequeña vuelta, quizá para recoger a alguien de camino, o comprar un paquete de tabaco. Al terminar ni siquiera tienes que hablar de dinero ni sacar un billete, y la cantidad que te habrán cargado en la tarjeta de crédito será sustancialmente menor que la que habrías pagado en un taxi. Viajar en un Cabify –una empresa española que paga impuestos en España– es hacerlo como un rico, cosa que, seamos francos, no está nada mal. Volver a un taxi luego es tan penoso como volver a la clase turista cuando has disfrutado de un billete aéreo en business. Los conductores de Cabify son señores –y alguna señora– que tienen la licencia y el control de la propia compañía y que cumplen con ciertos requisitos.

Uber es otra cosa. Uber es originariamente el invento de unos piratas de San Francisco que pretendían hacerse inmensamente ricos con una mera aplicación y a partir del trabajo de cualquiera que tuviera un coche relativamente nuevo, con cuatro puertas y unos cuantos euros para una revisión inicial mínima del coche. Uber se lleva en torno al 25% del precio de un viaje sin hacer prácticamente nada, excepto crear una aplicación para que un conductor cualquiera, sin licencia especial ni nada parecido, se coordine con uno o más pasajeros. El precio sube y baja en función de la oferta y la demanda, de manera que se han producido escandalosos aumentos en mitad de situaciones de escasez, como un temporal. Uber, además, es una empresa estadounidense que, como cualquier otra, intenta pagar impuestos en los países más "generosos". En Holanda, por ejemplo. Sólo después de la presión de los gobiernos (en Europa, sobre todo), Uber ha ido cediendo para garantizar una mayor preparación de sus conductores o unas condiciones menos agresivas de trabajo.

Acosados por los elegantes choferes de Cabify y la legión de conductores amateur de Uber, los taxistas de medio mundo han puesto el grito en el cielo. Normal. Los taxistas han tenido que acogerse tradicionalmente a la regulación de sus ciudades. Han de cumplir con las normas, los precios y las condiciones que les ponen las autoridades competentes. Han tenido que pagar una licencia con un precio que, siendo de por sí elevado, además aumenta por la especulación, ilegal, pero real. El taxista medio en una ciudad como Madrid trabaja no menos de doce horas para ingresar una cantidad mensual más bien modesta. Debe, además, adaptarse a un entorno muy regulado y estricto. Tiene los derechos y los deberes convenidos por sus representantes sindicales en negociación con sus "patronos", que son en última instancia sus municipios correspondientes.

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Si unos avezados empresarios españoles quieren poner en marcha un negocio de taxis negros, pijos y baratos, está muy bien que lo hagan, y algunos se lo agradecemos especialmente. Y si otros listillos californianos de la economía supuestamente "colaborativa" se las ingenian para cobrar por el trabajo de una legión de conductores recién llegados, que lo hagan. Pero nuestros maltrechos y vilipendiados taxistas tienen derecho a exigir igualdad de condiciones, control público, garantías y derechos y deberes iguales para todos: para los conductores y para los usuarios.

En un debate reciente en una televisión conservadora, les decía a mis contertulios, todos supuestos liberales, que el modelo liberal existe ya y pueden comprobarse sus efectos en este mismo momento. En la República Dominicana, por ejemplo, cualquiera puede poner un negocio de transporte. Incluso con una simple motocicleta. Allí paras a un tipo que lleva una moto, te montas con él y te lleva donde digas por un precio que convienes al empezar. Más liberal imposible. Un acuerdo entre particulares sin que nadie intervenga ni imponga derechos ni deberes para nadie. Mira tú por dónde, Uber, que se ha implantado en ciudades como Santo Domingo, allí no aboga por la liberalización como en el resto del mundo. En la capital dominicana, donde cada uno se mueve como le viene en gana –y, por descontado, con penosos resultados– Uber se nos vuelve "socialista" y pide una regulación para competir mejor con tanto taxista improvisado y motorista de "motoconcho", que así se llaman los moto-taxis. El liberalismo le gusta a Uber cuando le conviene.

Los taxistas españoles se lo podían montar un poco mejor, moderar sus malos modos, actualizar su servicio, y aplacar esa arrogancia con que el imaginario les asocia. Pero merecen inicialmente nuestro apoyo. Aunque solo sea por compasión con los trabajadores que, bajo normas estrictas que ponen las autoridades, se dejan el culo y la vista desde hace un siglo, conduciendo un coche la mitad de las horas de su vida laboral, para alimentar a sus hijos.

Subirse a un Cabify es una experiencia incomparable. El conductor, un señor encobartado y sumamente educado al que llamas por su nombre, te recibe en un coche negro de ministro. Te pregunta si está bien la temperatura, si prefieres alguna emisora en particular y si quieres una botellita de agua. El precio está fijado de antemano en tu teléfono y no va a subir aunque le pidas que de una pequeña vuelta, quizá para recoger a alguien de camino, o comprar un paquete de tabaco. Al terminar ni siquiera tienes que hablar de dinero ni sacar un billete, y la cantidad que te habrán cargado en la tarjeta de crédito será sustancialmente menor que la que habrías pagado en un taxi. Viajar en un Cabify –una empresa española que paga impuestos en España– es hacerlo como un rico, cosa que, seamos francos, no está nada mal. Volver a un taxi luego es tan penoso como volver a la clase turista cuando has disfrutado de un billete aéreo en business. Los conductores de Cabify son señores –y alguna señora– que tienen la licencia y el control de la propia compañía y que cumplen con ciertos requisitos.

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