Cuando un avión se estrella y mueren sus pasajeros, comienza la correspondiente liturgia social, política y mediática. Se declara el luto por las víctimas nacionales y las banderas ondean a media asta. Los políticos visitan los lugares y los medios recurren a los controladores aéreos, los pilotos, los ingenieros y los psicólogos que tienen a mano para explicar lo que sucedió.
Entre esas explicaciones, siempre se reclama la que tiene que ver con el riesgo. La afirmación es siempre la misma. Volar en avión es mucho más seguro que ir en tren y en coche y en moto. Los datos son contundentes. Sin embargo, la percepción social e individual de riesgo no sigue criterios racionales. Lo describe muy bien Dan Gardner en su libro de 2009 Risk, the Science and Politics of Fear.
Hay en primer lugar una fascinación por parte de los medios de comunicación con los sucesos nítidos, concretos, limitados en el tiempo en contraste con los que se diluyen en el tiempo o en la inconcreción. Más aún si hay detrás de ellos un agente diabólico, como en los atentados terroristas o, como se sospecha ahora, en la persona de ese piloto que parece haber decidido estrellar el avión de Germanwings en los Alpes franceses. En palabras de Gardner:
"Los accidentes de carretera no son como los ataques de terroristas. No se cubren en directo en CNN. Los expertos no discuten hasta la saciedad sobre ellos. No inspiran películas de Hollywood ni programas de televisión. No son alimento de políticos en campaña. Y por eso en los meses que siguieron a los ataques del 11 de septiembre, mientras los políticos y los periodistas se preocupaban sin fin por el terrorismo, el ántrax y las bombas, la gente que abandonó los aeropuertos para estar más segura frente al terrorismo, se accidentó y sangró hasta morir en las carreteras de América. Y nadie se dio cuenta".
Según estimaciones oficiales, el incremento del transporte por carretera en las semanas siguientes al 11-S provocó 1.600 muertes adicionales. El ataque a las torres se saldó con 3.000 muertos. El miedo a volar, con 1.600.
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Sentimos más riesgo cuando nosotros no tenemos el control de la situación. Por eso no percibimos que conducir nuestro coche sea más arriesgado que viajar en un avión que pilota otro. Sentimos más riesgo también por la pura apariencia de las cosas, aunque no merezcan racionalmente temor. Muere más gente cada año electrocutada por árboles de Navidad o por infecciones en los hospitales, que por mordeduras de tiburón, pero nadie teme entrar en un hospital o poner el arbolito. Le tenemos más miedo a aquello cuyo funcionamiento no conocemos, como nos pasa con la ingeniería genética.
Tememos más aquello que produce efectos en poco tiempo que lo que los produce a medio o largo plazo. Por eso es más temible una central nuclear que el cambio climático. O el ébola que la gripe. Aunque gripe y cambio climático sean mucho más letales que ébola o centrales nucleares.
La percepción del riesgo está lejos de ser resultado de un análisis racional y sopesado. Es fruto de convenciones culturales, tamizadas también por el manejo simbólico que se percibe en los medios de comunicación.
Cuando un avión se estrella y mueren sus pasajeros, comienza la correspondiente liturgia social, política y mediática. Se declara el luto por las víctimas nacionales y las banderas ondean a media asta. Los políticos visitan los lugares y los medios recurren a los controladores aéreos, los pilotos, los ingenieros y los psicólogos que tienen a mano para explicar lo que sucedió.