La Justicia, un mito secular

Asumimos una realidad abstracta, una suerte de ectoplasma, que con solemnidad llamamos “Justicia”. Desde la antigüedad egipcia se representa con una balanza que sopesa y busca el equilibrio. Más tarde quien la porta es un hombre o una mujer cegados, neutrales, asépticos, que también blanden una espada correctora.

Y así hasta ahora: se supone que unos funcionarios impolutos, entrenados en los rigores de la imparcialidad, toman decisiones con los ojos cerrados, pertrechados con imponentes togas (y pelucas incluso) atendiendo solo a los hechos concluyentes, justamente. Una jueza en cualquier juzgado es un ser casi divino, que tiene en sus manos el futuro del acusado.

Vivimos relativamente cómodos con ese mito civil: la “Justicia” se convierte en un agente abstracto e incuestionable. La Justicia habla, la Justicia impone, la Justicia es en sí misma un poder, como lo son los otros dos poderes constitutivos del sistema democrático desde Montesquieu. Solo que si al poder ejecutivo y al poder legislativo se les supone parciales y controvertidos, al poder judicial se le supone imparcial e incuestionable.

Sin embargo, sabemos (véase, por ejemplo Ruido, un fallo en el juicio humano, el último libro de Kahneman, Sunstein y Sibony), que los jueces tienen graves sesgos en su trabajo. Son menos generosos en las sentencias si tienen hambre o prisa, por ejemplo. Siguen patrones ideológicos evidentes cuando sentencian sobre materias controvertidas o en la dureza o templanza de las penas que imponen. Los jueces, las fiscales, los secretarios, las abogadas que conviven en los juzgados se conocen entre ellos: este es del Opus, aquella vota a Podemos, este es implacable con la violencia de género, o a esa otra le cabrea que alguien se meta con el rey… Los más aventajados profesionales del Juzgado (Manos Limpias es una buena escuela) saben qué juez está de guardia para hacerle llegar oportunamente un asunto.

Sabemos que los jueces tienen graves sesgos en su trabajo. Son menos generosos en las sentencias si tienen hambre o prisa, por ejemplo. Siguen patrones ideológicos evidentes cuando sentencian sobre materias controvertidas o en la dureza o templanza de las penas que imponen

Si eso es así en la pequeña vida cotidiana de los tribunales locales y provinciales, qué otra cosa podríamos esperar cuando ascendemos en la escala judicial. El Constitucional acaba por fin de reconocer que fue incorrecto condenar al presidente Griñán y a otros políticos regionales por aplicar una ley del Parlamento de Andalucía que permitió agilizar las ayudas por los ERE, y que derivó en un abultado fraude. Contradiciendo el criterio de sus colegas de otras instancias judiciales inferiores –supuestamente igual de ciego e imparcial que el suyo propio–, los magistrados, con mayoría progresista, dan la razón a los condenados. ¿Quién resarcirá a Griñán y a los demás por el destrozo de su vida personal y política?

Mientras, en el Supremo, los jueces conservadores se han empeñado en no aplicar la Ley de Amnistía con alambicadas y estrambóticas justificaciones: que hubo malversación con enriquecimiento personal (que la Ley de Amnistía no perdona) porque los condenados “decidieron cargar a los fondos públicos aportados por los contribuyentes el coste de unas iniciativas o apetencias personales que ellos mismos dirigían y desplegaron”. Es decir, que no se enriquecieron económicamente, pero se ahorraron dinero, una especie de lucro cesante, como el mío cuando no me compro un Ferrari. Alucinante.

En todas las casas cuecen habas y en algunas a calderadas. En Estados Unidos, el Tribunal Supremo (“nueve escorpiones en una botella”, como lo denominó uno de sus magistrados) acaba de dar inmunidad prácticamente total a Donald Trump a propósito de la insurrección de enero de 2021. Se da la circunstancia de que de los nueve jueces, seis son conservadores y tres de ellos fueron nombrados por el propio Donald Trump. Los otros tres son progresistas. Los nueve votan consistentemente de acuerdo con sus ideologías.

Esa Justicia supuestamente solemne, omnisciente e inapelable, mitificada por el antifaz, la balanza y la espada, llena la historia de la humanidad: pone y quita reyes y gobernantes, condena a muerte a los falsos profetas, protege a los dioses del momento y sus mandamientos, encarcela a los enemigos del sistema para perdonarlos luego, o viceversa. Ese mito secular, tan útil para la convivencia como tantos otros, no es más que eso: una quimera.

Como quien controla los mitos y las narraciones domina las sociedades que los sostienen, la “Justicia” se convierte siempre en objeto de deseo de los poderosos. Detrás del impresentable bloqueo durante un lustro de la renovación del Consejo General del Poder Judicial en España, reside ese objetivo perverso: “que los jueces elijan el gobierno de los jueces”, dicen los conservadores. Para privar de esa tarea al Parlamento: para que el control del mito siga estando en manos de los de siempre. Eso es: ni más ni menos.

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