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Merkel y la anti-comunicación

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Si hubiera pasado por uno de los habituales cursos de comunicación política, Angela Merkel, la canciller alemana saliente, habría suspendido en todas las asignaturas. Ha sido, sin embargo, la mujer más poderosa del mundo durante los 16 años que ha dirigido el Gobierno de su país y se marchará con un 66 por ciento de aprobación, muy por encima de cualquiera de los líderes de los grandes países del mundo. Ha sobrevivido a cuatro presidentes de Estados Unidos (Bush hijo, Obama, Trump y Biden), tres españoles (Zapatero, Rajoy y Sánchez) y cuatro franceses (Chirac, Sarkozy, Hollande y Macron). Solo Putin ya estaba allí cuando ella llegó.

Su elección era más que improbable, siendo mujer, de Alemania del Este, licenciada en Física y Química, de familia luterana y con una persona que pasaría desapercibida en cualquier reunión de vecinos. Pero ha sido reelegida tres veces y ha resistido sin despeinarse las tres crisis más graves desde la Segunda Guerra Mundial: la crisis económica de 2007, la crisis migratoria de 2015 y la pandemia de 2020.

Se asocian el carisma y el liderazgo con la asertividad, pero Merkel transmite en un principio debilidad e indecisión. Se toma el tiempo necesario para decidir y, aunque no rompe ninguna promesa, eso es más bien porque tampoco hace promesas. Sin embargo, sus colegas la temen porque es capaz de mantener sus posiciones sin ceder un centímetro.

Se supone que es carismático quien modula su voz, entona con arte e hila frases bellas e ingeniosas. Quien muestra con su apariencia y sus hábitos el dominio del escenario, la grandeza del cargo, la prestancia del liderazgo. Angela Merkel parece hablar con el objetivo de aburrir sin suscitar ningún interés. Su voz, baja y de entonación plana, no despierta la más mínima pasión. Viste siempre igual, con pantalones negros y sus famosas chaquetas de igual corte y variedad infinita de colores. El gestual apenas dibuja con las manos una suerte de diamante característico a la altura del estómago. Vive en el centro de Berlín en un piso con su segundo marido, que pone en casa la lavadora.

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En la era de los populismos y de los liderazgos exacerbados, la canciller alemana parece una madre discreta y hacendosa –una abuela ya, con sus 67 años– que ha decidido dejar la ideología a un lado y guiarse por el pragmatismo, conviviendo en el gobierno con otros partidos y adoptando políticas de centro, transversales y generalmente poco controvertidas.

Es muy ingenuo pensar que tamaña responsabilidad se ejerce sin conciencia de la importancia de la comunicación. El liderazgo de Merkel, cómo no, también está estudiado y es resultado de un análisis, que en absoluto es solo superficial. La revista Der Spiegel afirma que su Gobierno hacía tres encuestas a la semana, síntoma de la sensibilidad de su equipo hacia la opinión pública. Para que los reporteros gráficos pudieran fotografiarla haciendo la compra en el supermercado de abajo era necesaria alguna preparación. No, Merkel no es ajena a la importancia de la comunicación política. Muy al contrario, quizá resulte la más sagaz de todos en su conocimiento de la técnica. Porque esa estudiada sencillez en las formas y la frugalidad de su comportamiento público y privado, durante 16 años de mandato, han logrado trasladar al mundo entero el mensaje de una líder cercana, servicial y práctica. Eso no se logra por azar. La aparente anti-comunicación de Merkel es con seguridad la comunicación más inteligente.

Su éxito continuará cuando se marche, porque el mundo la echará de menos sin que ella haga el más mínimo esfuerzo aparente para que la recordemos.

Si hubiera pasado por uno de los habituales cursos de comunicación política, Angela Merkel, la canciller alemana saliente, habría suspendido en todas las asignaturas. Ha sido, sin embargo, la mujer más poderosa del mundo durante los 16 años que ha dirigido el Gobierno de su país y se marchará con un 66 por ciento de aprobación, muy por encima de cualquiera de los líderes de los grandes países del mundo. Ha sobrevivido a cuatro presidentes de Estados Unidos (Bush hijo, Obama, Trump y Biden), tres españoles (Zapatero, Rajoy y Sánchez) y cuatro franceses (Chirac, Sarkozy, Hollande y Macron). Solo Putin ya estaba allí cuando ella llegó.

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