Estamos asistiendo, la mayoría sólo como espectadores acomodados en el sofá, al espectáculo trágico de esos torrentes de agua arrastrando a compatriotas, anegando calles y casas, paralizando ciudades. A diferencia de otros desastres provocados por la agencia directa del ser humano, como un atentado terrorista o un conflicto bélico, tendemos a atribuir la culpa a la naturaleza o, algunos, a la voluntad de Dios. Nos parece que son cosas que simplemente pasan: llueve o sale el sol, sin que podamos hacer mucho por evitarlo.
Es la hora urgente de cambiar la narrativa: lo que está pasando no solo en España sino en todo el planeta no es un castigo de los dioses ni el capricho azaroso de las fuerzas de la naturaleza. Es resultado, los científicos no tienen duda, de la acción humana. En solo doscientos años, una especie de entre el millón y medio que la acompañan, está alterando el orden de la vida con devastadoras consecuencias. Un solo mamífero de los 4.500 que hemos catalogado, el único que parece tener conciencia de lo listo y poderoso que es, tanto que se ha autodenominado “homo sapiens”, está destruyendo las expectativas de vida sobre la tierra.
Algunos antropólogos dan un plazo de cien años para que los humanos se extingan por su propia acción sobre el entorno. Quizá tan pesimista previsión no sea disparatada, porque los daños que estamos produciendo se han multiplicado desde la revolución industrial de hace dos siglos, desde que inventamos las máquinas industriales y el capitalismo. Desde que empezamos a medir el desarrollo de la humanidad por el crecimiento económico. Desde que ya no bastaban un par de zapatos y cuatro camisas, que se usaban durante años y se reparaban una y otra vez, sino que se hizo atractivo llenar el armario de piezas baratas y desechadas a los pocos meses.
En términos geológicos, la acción nefasta de los humanos es una centésima de segundo en la historia del planeta. Los últimos cincuenta años han sido especialmente destructivos. Si la historia del homo sapiens, de unos 300.000 años, fuera un día de 24 horas, el calentamiento del planeta se habría producido en tan solo un segundo. Es tan acelerado el proceso que los geólogos, acostumbrados a trabajar con períodos de miles o millones de años, se han resistido a definir nuestra era como “antropoceno”. Tendría todo el sentido, pero ha sido tan fulminante el efecto que les ha parecido presuntuoso definir una nueva era.
Los efectos más nefastos del calentamiento global tienen que ver con la ausencia o exceso de agua: sequías, inundaciones, incendios, olas de calor, tifones… Los informes de la Cruz Roja señalan que más del 80% de los desastres que afectan a la humanidad tienen que ver con los desajustes producidos por el cambio climático.
Prácticamente todos los niños y las niñas y adolescentes de nuestro país reciben formación en el colegio sobre el calentamiento global, pero en los análisis de contenido se constata que no hay una llamada a la urgencia. ¿Qué podía esperarse de los redactores de esos manuales, pertenecientes a nuestra misma generación, la que mayor responsabilidad tiene sobre el desastre que viene?
Detrás de las inundaciones, las sequías y los tifones no está ni la mano de Dios ni el azar, sino nuestra propia vanidad y nuestra codicia. No solo la de las petroleras, sino la de todos y cada uno de nosotros
La casualidad ha querido que las arduas tareas de recuperación en el levante y el sur españoles coincidan con la Cumbre del Clima que, como sabíamos, se ha despachado sin ninguna esperanza de avance real. Al contrario: se espera que Estados Unidos, bajo la nueva dirección de Trump, que considera el cambio climático “un engaño”, abandone los acuerdos de París y por tanto el esfuerzo internacional concertado para frenar el calentamiento. El secretario general de Naciones Unidas ha urgido de nuevo a la comunidad de naciones a parar la cuenta atrás del desastre climático que se nos anuncia.
Puede que tengan razón los optimistas que piensan que a los humanos ya se nos ocurrirá algo para espantar la amenaza. Que la ciencia aportará soluciones. Ojalá fuera así. Pero, mientras, podríamos advertir a nuestros hijos –después de disculparnos por el destrozo que sus padres y abuelos hemos generado– que detrás de las inundaciones, las sequías y los tifones, no está ni la mano de Dios ni el azar, sino nuestra propia vanidad y nuestra codicia. No solo la de las petroleras, sino la de todos y cada uno de nosotros. Quizá sea demasiado tarde. Ya se sabe: cuando la fiesta está en plena marcha, a ver quién es el cenizo que apaga la música.
Estamos asistiendo, la mayoría sólo como espectadores acomodados en el sofá, al espectáculo trágico de esos torrentes de agua arrastrando a compatriotas, anegando calles y casas, paralizando ciudades. A diferencia de otros desastres provocados por la agencia directa del ser humano, como un atentado terrorista o un conflicto bélico, tendemos a atribuir la culpa a la naturaleza o, algunos, a la voluntad de Dios. Nos parece que son cosas que simplemente pasan: llueve o sale el sol, sin que podamos hacer mucho por evitarlo.