Dejemos aparte el revisionismo histórico de Carles Puigdemont cuando por dos veces en su discurso de esta semana, exponiendo sus condiciones para apoyar una investidura de Sánchez, sitúa el origen del problema en 1714, hace tres siglos, con la “caída de Barcelona”.
Dentro de las herramientas de construcción nacionalista catalana figura como momento fundacional lo que Puigdemont supone que es la sublevación de una imaginaria Cataluña libre frente a dominio de Felipe de Anjou, de la Casa de Borbón. Suena tan bien como cualquier otro mito fundacional, pero la realidad es que a principios del siglo XVIII lo que había era una enorme guerra de sucesión en los diversos territorios y reinos de España, y que, ciertamente, Cataluña, en una buena parte –ni mucho menos toda–, optaba por la rama vienesa de los Habsburgo, con el archiduque Carlos. Esa guerra se extendió por años y afectó a otros países de Europa.
De algún modo, al comparar explícitamente este “momento histórico” nuestro con aquel, Puigdemont parece querer ponerse a la altura, como adversario, de Felipe VI, tal como aquella “vieja nación” de Cataluña (en sus propias palabras) se enfrentó a Felipe V. Es un auténtico disparate histórico, con el que podríamos ser indulgentes, considerando que estas barbaridades son frecuentes en la construcción de cualquier nación.
Lo que parece más grave y de más difícil solución son otras señales de su intervención, que no hacen sino confirmar lo que ya intuíamos: que Carles Puigdemont tiene una muy exagerada concepción de sí mismo.
Como bien ha señalado en otro lugar Sergio del Molino, Puigdemont utiliza un “nosaltres” que pretende representar a todo el pueblo catalán. Habla en su discurso reivindicativo de “nuestra gente”, de “nuestros recursos”, de “nuestra nación”, y se erige en encarnación del espíritu catalán, de todo él. Lo cierto es que en las recientes elecciones generales Junts fue la quinta fuerza política en Cataluña, con un 11 por ciento del voto (el PSC obtuvo el 35 por ciento y ERC el 13).
Puigdemont parece querer ponerse a la altura, como adversario, de Felipe VI, tal como aquella “vieja nación” de Cataluña (en sus propias palabras) se enfrentó a Felipe V
Como si habitara en la Luna y no en el exilio belga, habla al lado de sendas banderas de Cataluña y de la Unión Europea, y delante de un cartel que reza “Carles Puigdemont, president”. El orador se cree realmente presidente en el exilio de una nación oprimida. Olvida que en Cataluña existe un Govern de la Generalitat liderado por Pere Aragonès, un independentista que fue socio suyo y que está en plenitud de funciones, legítimamente obtenidas en unas elecciones autonómicas en las que un Junts entonces distinto y sin las fracturas posteriores, quedó no quinto, pero sí tercero.
El orador quizá ha olvidado, o no quiere creer, que el 52 por ciento de los catalanes se opone a la secesión, y que del 42 por ciento que sí la quiere, la práctica totalidad quiere que sea de manera pactada. No debe de haber leído que en este momento la mayoría de las catalanas y los catalanes, lejos de sentirse un pueblo sometido, respira con alivio. Basta con pasear por el mismísimo centro de la provincia y la ciudad de Girona, siembre muy nacionalista, para ver cómo han desaparecido los lazos amarillos –normal, si ya no hay “presos políticos”–, pero también las esteladas y los silencios y los miedos al hablar en las peluquerías.
Puigdemont no ha debido de analizar los datos del barómetro del Centro de Estudios Sociales de la Generalitat, ninguno de los últimos, que dibujan una ciudadanía como siempre fue: que detesta los extremos, que se sitúa en el centro (aunque simpatiza más con la izquierda que con la derecha) y que premia con sus puntuaciones a los líderes políticos más moderados (Aragonés, Junqueras e Illa) y penaliza a los radicales.
Quien se erige en líder auténtico de la nación catalana en el exilio, quien cree asumir él solo una misión salvífica pendiente desde 1714, ni más ni menos, quien se atribuye para él el imaginario pundonor de todo un país levantado contra el Borbón hace trescientos años, no va a poner fáciles las cosas para una investidura de Sánchez y para la formación de un Gobierno español progresista. Todo parece indicar que quien tiene la llave del Gobierno español por caprichos de la aritmética parlamentaria más bien las va a poner imposibles, porque vive en un mundo imaginario.
Dejemos aparte el revisionismo histórico de Carles Puigdemont cuando por dos veces en su discurso de esta semana, exponiendo sus condiciones para apoyar una investidura de Sánchez, sitúa el origen del problema en 1714, hace tres siglos, con la “caída de Barcelona”.