¿Terminó el 'procés'?

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Más allá de los mitos fundacionales de una nación catalana que, como cualquier otra, parte de leyendas y acontecimientos históricos recreados, el independentismo catalán articulado, en sentido estricto, el que reclama un Estado propio, tiene un siglo largo de historia. Se remonta al precursor artículo de Roca i Farreras (Ni españoles ni franceses, de 1886), pero más propiamente a las primeras agrupaciones finiseculares de catalanes independentistas formadas primero en Cuba y luego en la propia Cataluña, y sobre todo a las iniciativas que tuvieron lugar entre 1918, justo después de la Primera Guerra Mundial, y la II República Española, lideradas sucesivamente por Cambó y Macià.

Con esa larga e intensa trayectoria, es ridículo pensar que el independentismo catalán está hoy muerto, tras las elecciones del pasado domingo: seguirá expresándose de una u otra forma y persistirá en su reclamación de un Estado propio. En cifras redondas, la mitad de la ciudadanía catalana de hoy está alineada con la aspiración de una república independiente. De convocarse un referéndum vinculante sobre el asunto, sucedería como en Québec o en Escocia o también en Reino Unido con respecto al Brexit: el resultado sería tan ajustado y voluble que nadie quedaría nítidamente satisfecho; pero se pondría en riesgo la unidad de España. Sánchez y el PSOE no pueden permitirse esa eventualidad por mucho que lo imaginen las mentes calenturientas del PP o de Vox.

Pero si el independentismo sigue vivo, lo que parece en vía muerta es el llamado procés, si por tal entendemos el que iniciaron el president Artur Mas y el líder de Esquerra Republicana de Catalunya Oriol Junqueras en 2012, que derivó en una fugaz proclamación de la República Catalana, en una contundente respuesta del Gobierno español (del PP con el apoyo de los socialistas) y más tarde en indultos y en una propuesta de amnistía para los condenados por parte del Gobierno español (del PSOE, con la dura oposición del PP). Ese proceso ha muerto por una sencilla y objetiva razón: sus promotores han perdido la mayoría parlamentaria necesaria para sostenerlo y, de momento, el Gobierno para ejecutarlo.

El desgaste que ha sufrido Aragonès es propio de quien ha ocupado el puesto de presidente de la Generalitat mientras su competidor, Carles Puigdemont, podía limitarse a hablar desde otros países sin tener responsabilidad alguna en la gestión diaria

Es un éxito indiscutible de dos personas: del presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, que se ha dejado jirones en el camino, y de Salvador Illa, el candidato que con una calma y una paciencia encomiables ha sido capaz de convertir al Partido de los Socialistas Catalanes en la fuerza mayoritaria. Es también el éxito de las derechas españolistas, que han crecido sustancialmente.  

De modo que si la mitad catalanista y netamente independentista tenía una exigua mayoría parlamentaria que le permitió afrentar al Estado, ahora esa también exigua mayoría la tiene la otra mitad: la de quienes por principios o por cansancio o por lo que sea, quieren dar carpetazo a aquel proceso.

La paradoja es que el procés ha causado tantas heridas que la formación de un Gobierno liderado por Illa se hace muy difícil. Las derechas españolas –PP y Vox– han generado un monstruo: han afirmado tantas veces que Sánchez y los socialistas son enemigos de España y están del lado de los independentistas, que ahora les resulta imposible permitir la investidura de Illa. Es evidente que por el bien de su idea de España deberían permitir que gobernara, pero no pueden hacerlo si quieren ser coherentes con su narrativa en blanco y negro. Al menos no pueden hacerlo antes de las elecciones europeas.

La decisión no parece tan compleja para ERC. El desgaste que ha sufrido Aragonés es propio de quien ha ocupado el puesto de presidente de la Generalitat mientras su competidor, Carles Puigdemont, podía limitarse a hablar desde otros países sin tener responsabilidad alguna en la gestión diaria. Ahora Junqueras tendría la oportunidad de liderar la oposición en Cataluña, tarea a la que Puigdemont ha renunciado explícitamente. Y desde esa posición intentar reconstruir la unidad del nacionalismo catalán, rota en la última década. Apoyar a Illa como president sin entrar en su Gobierno realzaría el perfil de ERC como fuerza progresista, responsable, institucional y seria, frente al Junts insumiso, conservador y antipático.

No sabemos qué pasará. No lo saben ni los interesados, que aún digieren los resultados electorales. La Mesa del Parlamento de Cataluña ha de constituirse antes del día 10 de junio, que es justo el día después de las elecciones al Parlamento europeo. De modo que las conversaciones entre los partidos van a producirse en un endemoniado contexto electoral. Illa ha pedido discreción, con buen criterio.

No solo sería buena noticia para el constitucionalismo español y para la unidad de España que se formara un Govern dispuesto a pasar página del procés. Sería bueno también para los independentistas catalanes, que podrán abrir nuevos caminos. Seguir el que emprendieron en 2012 es inútil. No porque lo diga nadie en particular, sino porque así lo ha ordenado la mayoría de los catalanes.

Más allá de los mitos fundacionales de una nación catalana que, como cualquier otra, parte de leyendas y acontecimientos históricos recreados, el independentismo catalán articulado, en sentido estricto, el que reclama un Estado propio, tiene un siglo largo de historia. Se remonta al precursor artículo de Roca i Farreras (Ni españoles ni franceses, de 1886), pero más propiamente a las primeras agrupaciones finiseculares de catalanes independentistas formadas primero en Cuba y luego en la propia Cataluña, y sobre todo a las iniciativas que tuvieron lugar entre 1918, justo después de la Primera Guerra Mundial, y la II República Española, lideradas sucesivamente por Cambó y Macià.

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