Desde la tramoya

Venezuela: una guía para progresistas

Luis Arroyo

Venezuela es una dictadura. Sin paliativos. Todos los líderes políticos relevantes del país están encarcelados, en el exilio, perseguidos o refugiados. El que fuera presidente de la Asamblea Nacional desmantelada por el régimen, y reconocido como presidente interino por 60 países, Juan Guaidó, no puede dormir demasiados días seguidos en el mismo sitio porque lo apresarían. A los disidentes se les amenaza, se les inhabilita, se les detiene, se les tortura y se les encarcela. También se les asesina.

Michelle Bachelet, la alta comisionada para los Derechos Humanos de las Naciones Unidas, presentó el miércoles un nuevo informe en el que denuncia las detenciones arbitrarias, las ejecuciones extrajudiciales y la tortura. Foro Penal, una organización no gubernamental del país que proporciona asesoría jurídica gratuita a los disidentes, cifra en 402 los presos políticos.

En otro tiempo, hace diez o quince años, la izquierda europea sentía cierta simpatía por el chavismo. A fin de cuentas, Hugo Chávez pasaba por ser un comandante carismático, defensor de los pobres frente a los ricos, resistente, junto con Evo Morales y Rafael Correa, a la hegemonía aplastante de los Estados Unidos de Bush. En Europa muchos no veíamos mal que Monedero y el Centro de Estudios Políticos y Sociales desde el que se fundó parcialmente Podemos, asesorara a aquellos líderes intrépidos y libertadores. Hace justo una década, en Madrid, el propio Evo y también el paraguayo Lugo, con la colombiana Piedad Córdoba y entre vivas a Fidel Castro y gritos revolucionarios, se presentaba el documental de Oliver Stone Al sur de la frontera, un canto a la resistencia frente a los gringos. Unos meses antes, el presidente de Repsol había acompañado al mismísimo Chavez a visitar la Casa del Libro en la Gran Vía. Y Chavez podía incluso bromear con el rey Juan Carlos a cuenta de aquel “¡por qué no te callas!”. A Chavez se le perdonaban de algún modo los dejes autoritarios, entre otras cosas porque había sido elegido democráticamente en primera instancia.

Eso fue decayendo hasta que llegó Maduro. En los siete años que Maduro lleva en el poder, el país ha pasado a ser en la práctica un estado fallido y una dictadura atroz. La economía está literalmente hundida. El bolívar no vale ni siquiera el precio del papel con que se emite. Por ejemplo, el salario mínimo es de 400.000 bolívares, equivalentes a unos tres dólares al mes. Hay cortes de electricidad y de agua constantemente, y la escasez es generalizada. El país con las mayores reservas de petróleo del mundo se ve obligado a traer combustible de Irán. El país es tan pobre hoy en día –uno de los más pobres de América Latina– que están cayendo incluso los asesinatos; aun así, es el país más peligroso del continente compitiendo con El Salvador. Más de cuatro millones de personas han emigrado en una diáspora solo superada en la historia contemporánea por la de Siria. Es un récord notable si se tiene en cuenta que allí no hay guerra ni hambruna ni desastre natural que justifique tal éxodo.

El régimen afirma que la causa de la escasez son las sanciones de Estados Unidos. Pero lo cierto es que la decadencia es muy anterior a las sanciones, y procede de una élite corrupta que ha robado a manos llenas. Buena parte del dinero sustraído ha sido blanqueado en negocios en España, en Suiza, Panamá o en Estados Unidos. Cuando la Unión Europea hace unos días ha añadido once nombres a la lista de ciudadanos venezolanos cercanos al chavismo sancionados por corrupción, que ya pasa de los treinta, la reacción de Maduro ha sido expulsar de Caracas a la representante de la Unión ante Venezuela.

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La presión de Podemos ha impedido que el PSOE aprobara la moción condenando ese acto ominoso de la tiranía, y el Gobierno de Sánchez ha vuelto así a perder la oportunidad de ser la punta de lanza europea contra la dictadura y en defensa de la libertad de los venezolanos.

El país está en un momento muy importante porque Maduro ha convocado una farsa electoral para diciembre. Se trataría de las elecciones legislativas. Las mismas que ganó hace cuatro años la Oposición, y que formaron la Asamblea Nacional desmantelada por el dictador. El mundo no puede aceptar esas elecciones como válidas en ningún caso. La oposición ya ha dicho que no participará de la maniobra que pretende blanquear a Maduro. El tirano se ha encargado de que unos cuantos traidores bien pagados libres de la amenaza de la policía simulen ser oposición para que participen y aquello parezca democrático. Pero todos los partidos políticos venezolanos disidentes están inhabilitados o perseguidos, y el órgano que arbitra el proceso está completamente controlado por el régimen.

Esta es la realidad, sin matices, de lo que pasa en Venezuela. Y un progresista no debería aceptar una satrapía de esa magnitud. Ni siquiera hace falta ser progresista para rechazarlo. Basta con tenerle respeto a la libertad y a los derechos humanos.

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