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Devaluación salarial selectiva

“España está en una depresión”. Así arrancaba el prólogo que el premio Nobel de Economía Joseph Stiglitz escribió para la edición española de “El precio de la desigualdad”, su último libro, cuyo subtítulo no puede ser más explícito: “El 1% de la población tiene lo que el 99% necesita”. Toda crisis económica provoca un incremento de la desigualdad. Así ha ocurrido históricamente. Y la brecha se ensancha si la crisis se convierte en depresión. “Las políticas económicas erróneas pueden dar lugar simultáneamente a una mayor desigualdad y a un menor crecimiento”, dice Stiglitz, que lleva años aportando ejemplos de la historia económica para denunciar el carácter erróneo y contraproducente de la doctrina de la austeridad (salvo en economías muy pequeñas).

Lo dice la historia y lo dice incluso el sentido común. Con casi un 27% de desempleo hay muchísimos más ciudadanos en riesgo de caer en la pobreza, especialmente cuando a la vez se recortan los programas sociales que favorecen a las capas sociales más débiles. Ese elevadísimo paro presiona los salarios a la baja, y los salarios de las clases medias y bajas son los más vulnerables.

Fórmulas para no perder

Sostener que también las rentas más altas (no ya las grandes fortunas) sufren los efectos de la depresión es indecente, a la luz de los datos que vamos conociendo sobre los ingresos de las cúpulas de grandes empresas. Sonaría a sarcasmo traducir como “sacrificio” la congelación de un sueldo de 1,9 millones de euros como el que cobró, por ejemplo, el presidente de Endesa, Borja Prado, en 2011. Pero que en 2012 sus ingresos se hayan incrementado un 15% resulta ofensivo en un contexto económico en el que se martillea a la ciudadanía con el mensaje de la “inevitable” devaluación salarial como “única solución” a la crisis cuando ya no tenemos la posibilidad de devaluar la moneda. Por no hablar de los EREs que grandes compañías vienen ejecutando, en muchos casos por simples “previsiones de pérdidas”.

Los mismos que pontifican sobre la necesidad “inexcusable” de reducir costes salariales en aras de la “competitividad” procuran encontrar instrumentos que les permiten mantener o incluso incrementar sus millonarios pecunios. Si no es por la vía de la retribución variable será por una aportación al plan privado de pensiones o por un bonus accionarial. Sin contar, por supuesto, lo que ganen con inversiones al margen de sus propios cargos empresariales. El caso es que los grandes ejecutivos del Ibex-35 desconocen lo que significa “apretarse el cinturón” salvo por efecto de una dieta voluntaria.

Demuestra Stiglitz que no hay un gramo de verdad en la llamada “teoría del derrame: la peculiar idea de que enriquecer a los de arriba redunda en beneficio de todos”. La historia económica concluye que la desigualdad provoca inestabilidad, lastra el crecimiento y reduce la eficiencia. Aquí se demuestra (también) el valor de la política. Sólo desde el Gobierno y desde el Parlamento se pueden tomar medidas que estrechen las diferencias en lugar de aumentarlas. Claro que, para eso, habría que confiar más en Stiglitz y menos en los profetas de la austeridad.

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