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Día Internacional del Jazz: ¿algo que celebrar?

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José Sánchez Sanz | María Antonia García

Visto desde el lado positivo, diremos que sí, que no está mal que haya un día, aunque sea uno al año, en el que se hable de esta música fundamental y de sus actores. Pero si hablamos desde lo real, no queda más remedio que decir que nos encontramos ante un evento sin ningún calado ni efecto positivo en relación al páramo jazzístico en el que nos encontramos.

Fue en noviembre de 2011 cuando la Unesco, por recomendación del pianista Herbie Hancock, decidió implantar la fecha del 30 de abril como Día Internacional del Jazz bajo las premisas de que es una música que rompe barreras y crea oportunidades para el entendimiento y la tolerancia. El jazz es creación e improvisación, es libertad de expresión y un símbolo de unidad y paz. En un comunicado reciente y de cara a la celebración de este año, tanto Hancock como Wayne Shorter aseguraban que “el jazz reduce tensiones entre individuos, grupos y comunidades, que refuerza el papel de la juventud para el cambio social, que fomenta la innovación artística, la improvisación, nuevas formas de expresión, que fomenta el diálogo intercultural”. Maravilloso catálogo de intenciones que quedan en simples enunciados cuando vemos la realidad de nuestro país.

El jazz, música maravillosa para muchos e ignorada por la mayoría, ha sido siempre objeto de definiciones tópicas. El público, el que dice no conocerla y no entenderla aun cuando la oye, la tararea evocando el acompañamiento musical de multitud de películas o de anuncios comerciales. Los medios, muchas veces por desconocimiento, han hecho más una labor de enredo que de sana y simple divulgación. Salvo pocas y muy honrosas excepciones, aquí se habla del jazz en un par de ocasiones al año que vienen a coincidir con los grandes festivales. Tres si le añadimos la celebración de este Día Internacional. Es fácil comprender que resulta insuficiente cuando goza hoy de muy buena salud a nivel creativo en nuestro entorno. Sus creadores e intérpretes, artistas en definitiva, han logrado, tras varias generaciones y mucho trabajo, fijar un legado que requiere respeto. Es una pena que su repercusión en medios apenas exista, salvo cuando nos informan del fallecimiento de alguna de las pocas “leyendas” que quedan.

Es verdad que el boom que se produjo en España en la década de los años 80 desbordó todas las previsiones. Sólo en aquel momento de ambiciosas ganas de probar de todo se podían llenar recintos con seis o siete mil personas. También es verdad que eso lo conseguían genios de reconocimiento internacional como Miles Davis, un renacido Sonny Rollins o un provocador Art Ensemble of Chicago. Aquello fue un paréntesis, poco a poco el jazz se reubicó en su medida y contexto. Actualmente, y con independencia de los aforos que se ofrecen generalmente en los muchos festivales internacionales, se hacen indispensables lugares de encuentro entre los músicos y el público, que el jazz no quede reducido a esa etiqueta de música para minorías porque no lo es. Tras aquél ya mencionado boom, que contó con beneplácito y dinero institucional, la escena de jazz nacional fue pasando al más insólito de los olvidos. Más propio sería decir a una ignorancia premeditada y culpable que ha venido a derivar en la existencia de un colectivo de artistas que trabaja de forma precaria y en una escena donde el apoyo discográfico ha sido mínimo, sólo algunos han apostado por la novedad y más por pasión que por rédito económico. Lo mismo sucede con los programadores: los grandes festivales dan preferencia en sus carteles a nombres internacionales aunque hay que matizar que, con honrosas excepciones y poco a poco, algunos directores artísticos van dando entrada en sus listas a músicos del país.

La cultura ha sufrido en los últimos años un abandono imposible de clasificar. Todos los sectores culturales han visto cómo sus posibilidades mermaban según pasaba el tiempo, el trabajo de la industria cultural se despreciaba, se descalificaba, se cuestionaba incluso la remuneración por el trabajo para la cultura. Con independencia de la crisis que todos [casi] hemos padecido, los últimos gobiernos se han cebado en este sector con una saña propia solo de quienes quieren ciudadanos sometidos y de poquito pensar. El jazz es una música etiquetada como “intelectual” y eso conlleva para algunos el peligro y la dificultad de no saber qué hacer con ella. Si bien en su raíz se considera música popular, es mucho mejor calificarla como música de minorías. Así crece sola, se produce por simpatía, no necesita apoyo para su desarrollo e implantación, y quienes tengan el atrevimiento de acercarse a ella ya saben lo que arriesgan. El jazz sigue siendo una música díscola e incontrolable para aquellos que deciden cómo debe ser la cultura (no sucede así con la clásica, por ejemplo). Cuando nos referimos al jazz, no solo hablamos de aquél que surgió en los EEUU hace más de un siglo en entornos populares, sino del que hoy se desarrolla en cualquier parte del mundo y llega a ser lo que es porque cada artista aporta su propia experiencia y las influencias de su cultura y su entorno. Y en el nuestro, el jazz ha crecido al igual que en el resto.

España es el país de Europa donde menos se ha apoyado al jazz desde las instituciones. Esto no es una denuncia al aire, es un hecho constatado y real. Al músico de jazz poco se le ha ayudado para que pudiese exportar su música y aún hoy, y pese a que muchos de ellos reciben invitaciones de festivales para presentar trabajos en otros países, les resulta muy difícil salir y ser embajadores de nuestra escena. No estamos hablando de una música subvencionada completamente, pero sí es conveniente estudiar cómo y en qué forma fomentar no sólo la creación sino su entorno; su llegada al público o el intercambio de ideas entre artistas.

Pero de nada serviría la creatividad sin la participación del público. Un público que necesita ser formado para poder disfrutar de propuestas innovadoras. Sólo arriesgando en la escucha, apartándose de la opinión general, lejos de ideas preconcebidas, etiquetas o prejuicios, generaremos ciudadanía con ambición y ganas de cultura. Ciudadanos que no seamos pensados, dirigidos en nuestros gustos y aficiones, que seamos capaces de arriesgar sin negarnos a nosotros mismos aquello que nos haga más libres en un entorno cultural diverso.

Las gentes del jazz hemos sobrevivido a muchos ataques perpetrados desde la ignorancia y el desprecio; sin apenas programas de radio –hoy muchos en internet, alguno de ellos muy buenos-, nada en televisión, ninguna revista especializada y contadas apariciones en periódicos generalistas ¿qué podemos celebrar en el Día Internacional del Jazz? Podemos celebrar una escena voluntariosa formada por los músicos, los clubes –que aguantan la presión económica y legal como pueden-, los pequeños programadores, las escuelas, los representantes de artistas, los técnicos de sonido, etc. Muchas personas y espacios implicados y que debemos alzar nuestra voz para ser reconocidos.

Hay mucho por hacer en el sector. Cuando alguien por fin se decida, pregunten primero a los afectados.

El jazz que nació del charlestón y la zarzuela

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José Sánchez Sanz es compositor y director de orquesta, y responsable de Música en el Área de Cultura de PodemosMaría Antonia García es directora de Cuadernos de Jazz y miembro de Círculo de Cultura de Podemos

María Antonia García

Visto desde el lado positivo, diremos que sí, que no está mal que haya un día, aunque sea uno al año, en el que se hable de esta música fundamental y de sus actores. Pero si hablamos desde lo real, no queda más remedio que decir que nos encontramos ante un evento sin ningún calado ni efecto positivo en relación al páramo jazzístico en el que nos encontramos.

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