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Caras largas

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A menudo usamos el filtro de la racionalidad para intentar entender, valorar e incluso predecir las decisiones políticas. Construimos una ficción, según la cual los movimientos políticos podrían ser decididos en no mucho tiempo por dispositivos de inteligencia artificial que analizasen en minutos el histórico de las resoluciones similares tomadas desde que hay datos y sus efectos, para elegir así la mejor de las opciones. Sin embargo, como bien sabemos, esto no es así. No sólo por el enorme número de variables que inciden en una decisión y en sus posibles consecuencias, sino también porque en política, como en tantas cosas en la vida, muy a menudo la razón es lo que utilizamos para justificar lo que las tripas nos dictan.

En la política española de los últimos tiempos hemos tenido varios ejemplos. Insertos como estamos en una vorágine de noticias y una sucesión de "hechos históricos", probablemente ya lo hayamos olvidado, pero uno de los momentos más impactantes de todo el procés pudimos verlo en las caras de los diputados independentistas, aquel mediodía del 27 de octubre, cuando tras haber aprobado algo que decía ser una declaración de independencia, cantaron Els segadors con caras largas que aproximaban la escena más a un funeral que a la celebración de una victoria épica. Muchos de los diputados de ERC y del PDeCAT eran conscientes de que se adentraban en un terreno desconocido que muy bien no iba a acabar.

Hace una semana, aunque parece que haya pasado un año, tuvimos otro magnífico ejemplo. En la concentración de Colón, cuando a Albert Rivera le tocó subir al escenario ya era incapaz de ocultar su incomodidad, mostrando que era perfectamente consciente del error. Y no solo porque la concentración no tuviera el éxito que sus convocantes esperaban e hicieron creer, sino porque el líder de Ciudadanos entendió que, por mucha bandera del orgullo LGTBI que le flanqueara y mucha escenografía para evitar la foto con Vox, el mal ya estaba hecho: el partido que venía a regenerar y modernizar la derecha se convertía en compañero de los representantes del postfranquismo. No era la primera vez –allí está la constitución del Parlamento andaluz—, pero la potencia expresiva de esa alianza en la madrileña plaza de Colón podía suponer un antes y un después.

Si alguna de estas escenas ha sido especialmente significativa para la vida política española ha sido la de los diputados independentistas en el Congreso hace unos días votando las enmiendas que echarían abajo los Presupuestos Generales del Estado, abocando así a la disolución de las Cámaras y la convocatoria de elecciones. Muchos de ellos –no todos, es cierto–, eran conscientes de que esa decisión podía devolverles al peor de los escenarios posibles, que mete a la política española, y al conflicto catalán en especial, en un camino cuando menos incierto y posiblemente convulso. Sus caras, nuevamente, reflejaban la desolación de hacer algo que no querían hacer. Pero lo hicieron. De hecho, hemos sabido que hasta última hora algunos de estos diputados intentaron mover las posiciones de sus partidos. No fue posible. Salvo aquellos que, con Puigdemont a la cabeza, siguen apostando por el "cuanto peor mejor", para el resto, para los más conscientes, fue el enésimo fracaso.

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Los defensores de la teoría de la elección racional, esa que dice que las decisiones políticas se toman para maximizar los beneficios y reducir costos o riesgos, lo tendrían difícil para explicar estas u otras escenas parecidas. Lo cierto es que este fenómeno no tiene nada de nuevo, ha sido una constante a lo largo de la Historia. Pero posiblemente, si lo analizáramos con este prisma, veríamos que en los últimos años es especialmente frecuente.

Todo esto puede ser fruto de la incertidumbre y la desorientación generalizada en tiempos de transiciones donde no acertamos a definir los perfiles de los nuevos escenarios, o de la falta de imaginación para encontrar salidas a situaciones complejas que supongan una solución como tal. También influye, y no poco, el uso reiterado de argumentarios y discursos cada vez más incendiarios a los que luego es difícil dar la vuelta porque han creado en los respectivos seguidores un imaginario maximalista, una fatal obsesión por jugar al todo o nada.

En el ciclo electoral recién inaugurado es posible que veamos escenas parecidas a menudo. Líderes políticos haciendo o diciendo cosas a sabiendas de que les perjudican, con caras largas, pero sin otra alternativa. Me atrevería a sugerirles dos cosas para evitar estas paradojas: que intenten conocer un poco mejor la sociedad del momento y que ejerciten eso que llamamos la imaginación y la innovación política. Si esto pudieran hacerlo antes de diseñar las campañas, seguro que nos ahorraríamos unos cuantos disgustos.

A menudo usamos el filtro de la racionalidad para intentar entender, valorar e incluso predecir las decisiones políticas. Construimos una ficción, según la cual los movimientos políticos podrían ser decididos en no mucho tiempo por dispositivos de inteligencia artificial que analizasen en minutos el histórico de las resoluciones similares tomadas desde que hay datos y sus efectos, para elegir así la mejor de las opciones. Sin embargo, como bien sabemos, esto no es así. No sólo por el enorme número de variables que inciden en una decisión y en sus posibles consecuencias, sino también porque en política, como en tantas cosas en la vida, muy a menudo la razón es lo que utilizamos para justificar lo que las tripas nos dictan.

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