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El fiasco de Bruselas y el desafío permanente de Mazón desnudan el liderazgo de Feijóo en el PP

Una coalición es solo un medio, jamás un fin

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El fracaso de la investidura en esta primera vuelta deja a sus dos protagonistas, a la izquierda, y a la política en su conjunto, en muy mal lugar: es indudable. No obstante, conviene contextualizar para calibrar con precisión la situación.

Hace apenas cuatro años, solo cuatro, que el sistema de partidos que nació de la Transición española saltó por los aires después de casi cuatro décadas. El bipartidismo imperfecto explosionó, emergieron nuevos actores que pedían paso a gritos para resetear el sistema... y las reglas del juego cambiaron.

En los cuarenta años anteriores conocíamos a la perfección el mecanismo: alternancia entre PP y PSOE en solitario o apoyados desde fuera por fuerzas nacionalistas. Un funcionamiento tan claro, tan pautado y tan conocido que carecía de emoción. "¿Te acuerdas de cuando la política era aburrida?", me preguntaban hace unos días. “Que vivas tiempos interesantes”, dice la maldición china.

En efecto, la política ha dejado de ser aburrida porque ha dejado de funcionar como un reloj cuyo mecanismo conocemos a la perfección. Hoy, nuevos actores y nuevas aritméticas están evidenciando tanto las disfunciones de un diseño institucional pensado para el juego bipartidista como las dificultades de una cultura de pactos en formación que difiere con mucho de las experiencias ya atesoradas en el ámbito autonómico, como recoge Angel Munárriz en este artículo o como puede verse en los datos recogidos por el observatorio de gobiernos de coalición.

En este contexto, la honestidad intelectual y política debería llevarnos a reconocer que estamos en un momento de aprendizaje, y por tanto de ensayo-error. La sociedad en su conjunto debe experimentar colectivamente lo que supone vivir en un ecosistema plural que necesita de los acuerdos para garantizar su supervivencia. No se puede pretender que en cuatro años que tiene en España el multipartidismo se gestione la situación con la misma agilidad y solvencia que en los cuarenta anteriores.

En estos momentos de aprendizaje es vital no cometer errores de análisis. Una coalición de gobierno es un medio, importante sin duda, pero solo eso, un medio para conseguir un fin, al que seguro que se puede llegar también por otras vías. Si esto se obvia, se corre el riesgo de olvidar para qué se quería. Y algo de esto hemos visto estos días.

Lo ocurrido la semana pasada se ha contado ya por unos y otros. Cada cual creerá más aquellas versiones que coincidan con el partido que más simpatice, como mandan los debidos sesgos. Más allá de eso, conviene ir sistematizando algunas conclusiones. Distintos estudios sobre gobiernos de coalición, como este cuya lectura recomiendo y que ya he referenciado en otras ocasiones, señalan cuatro elementos como causas de ruptura o fracaso de las coaliciones: las diferencias sobre las políticas, las desavenencias entre los líderes, los costes de la coalición para cada uno de los partidos y las divisiones internas dentro de cada formación al respecto. Si se piensa despacio, en el caso español se han dado todas.

Diferencias sobre las políticas: se suele decir que no había diferencias en la parte programática, pero es posible que esas diferencias no emergieran porque apenas se habló de programa, y cuando se detectaron, se gestionaron de la peor forma posible, desde la renuncia. Cuando se dice que un buen acuerdo empieza por pactar el desacuerdo no significa que una de las partes haya de renunciar a su ideario, y eso es exactamente lo que hizo Pablo Iglesias cuando afirmó que si el problema era el referéndum en Cataluña, renunciarían a él. No, no es eso. Ningún acuerdo resulta positivo cuando el precio a pagar es tan alto. Otra cosa es que se acuerde la postura común, pero jamás se debe renunciar a seguir defendiendo la propia. ¿Esta iba a ser la pauta en el resto de diferencias, que las hay?

Desavenencias entre los líderes: no hace falta argumentar algo que se ha visto a todas luces. La relación entre ambos dirigentes, que en la moción de censura vivió sus mejores momentos, se ha ido agriando a fuerza de egos, altivez y desaires. Resulta ya un lugar común decir que la base del acuerdo es la confianza, que una vez rota de forma desgarradora es muy difícil de recomponer. Desde luego, no a corto ni medio plazo.

Los costes de la coalición: un gobierno de coalición en minoría y por la izquierda hubiese sido un hito en la historia de España y de Europa. Si no se ha hecho antes, tanto aquí como en otros países de nuestro entorno, quizá sea porque el coste es demasiado alto. En un caso, el de los partidos socialdemócratas, porque pueden verse comprometidos en posiciones políticas que consideran indeseables, y en otro, el de las formaciones “a su izquierda”, porque el abrazo del oso les puede ir estrangulando como ha ocurrido ya en experiencias en el ámbito local y autonómico.

Las divisiones internas de cada partido: el proceso de negociación vivido estos días ha dejado muchas heridas abiertas, algunas en el interior de cada formación. La de Podemos es la más visible: IU se desmarcó tomando la decisión de voto por su cuenta de forma autónoma a Podemos, en Equo hay división de opiniones, desde Cataluña se oyen voces críticas y Anticapitalistas se mostró reacio al gobierno de coalición desde el primer momento. A esto hay que sumar las diferencias también notables de socios naturales de Podemos como Compromís, cuyo líder declaraba unos minutos antes de comenzar el pleno de investidura que si el PSOE le hubiera hecho la oferta, él la habría aceptado. En las filas socialistas, aunque han salido del proceso con bastante cohesión, no han faltado tampoco discrepancias entre quienes miraban con más o menos simpatía la coalición.

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A estos cuatro elementos hay que sumarles, al menos, uno más, propio del momento político. Los  partidos más jóvenes –ya nadie habla de “nueva política”, como señala Fernando Vallespín en esta columna– han puesto su objetivo en sustituir a sus compañeros de bloque, algo así como matar al padre. Mientras no encuentren una forma de convivir, la gobernabilidad será difícil, cuando no imposible, sobre todo en la izquierda. En esa izquierda que, como dijo Sánchez en su discurso, aunque pareciera la letra de una canción de Sabina, “pierde hasta cuando gana”.

Pese a todos estos factores a la contra, pese a tres meses de oro perdidos sin haber avanzado casi nada en el encuentro, pese a cinco días de infarto donde se siguió a la perfección el guión de una negociación que estalló en el último momento por un problema de imprudencia, el acuerdo se rozó hasta el punto de que pareció posible. También quedan cosas sin explicar que iremos sabiendo con el tiempo. Si Pedro Sánchez quería un gobierno de coalición, ¿por qué no lo planteó desde el principio? Si no lo quería, ¿por qué hizo una oferta a todas luces positiva para Podemos entendiendo que la aceptarían? Si Pablo Iglesias quería ser influyente, decisivo y garantía de una política de izquierdas, ¿por qué no cerró un acuerdo programático con los mecanismos suficientes para romper el acuerdo en caso de incumplimiento? Y finalmente, si pensaba que la única vía para esto era entrar en el ejecutivo, ¿por qué dijo que no a la última oferta? Posiblemente ni ellos mismos sepan bien la respuesta a estas preguntas y casi con toda seguridad se habrán arrepentido ya de más de un movimiento.

Reconozcámoslo: es tiempo de aprender, de autocrítica, de análisis, de sacar conclusiones. No hace falta que nadie se desnude y haga un striptease de conciencia, que cada cual lo haga en la intimidad y que empiece por aclarar cuál es el fin y cuáles los medios.

El fracaso de la investidura en esta primera vuelta deja a sus dos protagonistas, a la izquierda, y a la política en su conjunto, en muy mal lugar: es indudable. No obstante, conviene contextualizar para calibrar con precisión la situación.

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