Lo peor del lío de Twitter no es lo histriónico de Elon Musk, ni el espectáculo en que ha convertido la compra de semejante monstruo endeudado. Ni siquiera la forma, acorde con el personaje: cómo está despidiendo a casi la mitad de la plantilla vía e-mail e inhabilitando sus credenciales en una escena propia de cualquier distopía. Lo peor del lío de Twitter es que Musk ha aparecido de repente en nuestras pantallas vestido de “campeón del diablo” para decirnos: ¿de verdad creísteis que esto era el nuevo espacio público? Y a continuación ha lanzado una carcajada que nos ha dejado atónitos. Si se hace una lectura adecuada, todo esto puede resultar de gran ayuda a las desacreditadas democracias.
En efecto, muchos hemos convertido Twitter en nuestra segunda (o primera) residencia. Usamos la red del pajarito para difundir artículos como este, comentar noticias, compartir trabajos que creemos interesantes y opinar de lo divino y lo humano. Todo esto en el mejor de los casos, claro, que son la mayoría. No faltan tampoco quienes ven en la red un tratamiento psicológico barato para escupir improperios y quedarse tranquilos. En total, casi 350 millones de usuarios activos.
Lo peor del lío de Twitter es que Musk ha aparecido de repente en nuestras pantallas vestido de “campeón del diablo” para decirnos: ¿de verdad creísteis que esto era el nuevo espacio público?
Lo hacemos, además, con un círculo acotado de perfiles —no personas, sino perfiles— con los que nos interesa compartir. Es decir, construimos nuestra urbanización privada, de muros bien altos, donde entra solo quien queremos, de modo que conseguimos un espacio agradable de alabanzas mutuas, a lo mucho alguna crítica cariñosa. Por supuesto, quien molesta, queda bloqueado, lo expulsamos de nuestra urbanización. Hemos visto Twitter, al igual que otras redes, como un espacio de reafirmación en el que vivir con bastante confort con quienes compartimos intereses.
Tanto es así, que hemos construido la ficción, o caído en la trampa, de pensar que era el nuevo espacio público. Un nuevo lugar que sustituiría a las conversaciones en el bar con los amigos, a las tertulias de la facultad o del trabajo, a los comentarios de los vecinos —muchas veces incómodos e impertinentes— en la pescadería. Un espacio, además, que creíamos no mediado, en el que podíamos prescindir de esos manipuladores medios de comunicación que deciden lo que es importante y lo que no, y encima lo cuentan para beneficiar a los intereses de tal o cual partido o, lo que es peor, de sus anunciantes. En realidad, enseguida el algoritmo se encargó de demostrarnos que tal espacio de libertad no era tal, y ahora es Twitter quien en buen número de ocasiones marca la agenda, pero ya estábamos atrapados en la jaula junto a otros pájaros, así que decidimos pasarlo por alto.
Ahora, el nuevo propietario de una empresa privada de miles de trabajadores y cuentas millonarias ha venido a reírse para desvelar lo obvio: que no existe tal espacio público y que las reglas del juego las marca él. Muchas voces se preguntan, en la propia red, ¿nos vamos? Y enseguida alguien les contesta: ¿adónde? Ni siquiera los anunciantes acaban de irse ni por mera estética. Algunos han dicho que suspendían sus campañas de publicidad, otros no se han dado por aludidos.
Elon Musk nos ha dado unas cuantas lecciones. En primer lugar, nos ha recordado que el espacio público, ese en el que se conforman las sociedades, es algo mucho más plural, complejo y diverso que la urbanización privada que cada cual construye en su red social. Nos ha mostrado también que por muchos problemas que tengan los agentes de intermediación social como son los medios de comunicación —que los tienen y no pocos— están sometidos a mayor dosis de escrutinio público y a vigilancias mutuas y múltiples que ayudan a balancear su poder. Ha evidenciado el peligro de que una red como ésta ejerza su influencia casi en términos de monopolio, de forma que incluso los que miramos espantados lo que está sucediendo, no acabamos de salir de la jaula en la que nos ha encerrado la red. Ha recordado también la importancia de que el Estado recobre su protagonismo en la articulación de lo público. Joe Biden lo ha expresado claro: “Elon Musk va y se compra un negocio que vomita mentiras por todo el mundo (...) Ya no hay editores en Estados Unidos”.
En definitiva, lo que Elon Musk nos está enseñando es que esa democracia mediada y llena de imperfecciones, con sus parlamentos repletos de insultos a veces y aburridos otras, con sus tediosos procedimientos de toma de decisiones y negociaciones infinitas teniendo que ceder algo al otro, es mucho más justa y más libre que esas redes que venían a democratizarlo todo y han acabado creando una enorme jaula donde las reglas del juego las toma el dueño de turno. En este caso, el campeón del diablo. Por supuesto, si les ha gustado, no dejen de tuitear esta columna.
Lo peor del lío de Twitter no es lo histriónico de Elon Musk, ni el espectáculo en que ha convertido la compra de semejante monstruo endeudado. Ni siquiera la forma, acorde con el personaje: cómo está despidiendo a casi la mitad de la plantilla vía e-mail e inhabilitando sus credenciales en una escena propia de cualquier distopía. Lo peor del lío de Twitter es que Musk ha aparecido de repente en nuestras pantallas vestido de “campeón del diablo” para decirnos: ¿de verdad creísteis que esto era el nuevo espacio público? Y a continuación ha lanzado una carcajada que nos ha dejado atónitos. Si se hace una lectura adecuada, todo esto puede resultar de gran ayuda a las desacreditadas democracias.