En Transición

España se rompe, pero no (sólo) por lo nacional

Pocas semanas como la que hoy empieza muestran tan a las claras la distancia entre la opinión pública y la publicada. Mientras diarios e informativos se llenarán de propuestas y debates sobre la reforma constitucional, la gran mayoría verá en estos días el puente deseado para subir a esquiar, hacer esa escapada pendiente o retomar aquella novela que se quedó a medias. El caso es que ambas cosas no son incompatibles. El après-ski o los vinos que permitirán cumplir ese "a ver cuándo nos vemos" con amigos con los que realmente quieres compartir una copa, bien podrían llenarse de conversaciones apasionantes y apasionadas sobre el acontecimiento histórico que supone la reforma constitucional. Ya se sabe que politólogos y otras faunas somos unos enfermos de estas cosas, sí, pero la dimensión del acontecimiento no debería ser para menos, ¿no?

A menudo se nos olvida, a los que andamos todo el día con estas cuitas, que lo más importante es el porqué y el para qué de las cosas. Y esta reforma constitucional aclamada en nuestro país debería servir para poner remedio a lo que describe Manuel Castells en su reciente libro Ruptura : "En realidad, la democracia se construye en torno a las relaciones de poder social que la fundaron y va adaptándose a la evolución de esas relaciones de poder pero privilegiando el poder que ya está cristalizado en las instituciones. Por eso no se puede decir que es representativa a menos que los ciudadanos piensen que están representados. Porque la fuerza y la estabilidad de las instituciones dependen de su vigencia en la mente de las personas. Si se rompe el vínculo subjetivo entre lo que los ciudadanos piensan y quieren y las acciones de aquellos a quienes elegimos y pagamos, se produce lo que llamamos crisis de legitimidad política, a saber, el sentimiento mayoritario de que los actores del sistema político no nos representan."

Para recuperar la confianza –clave en cualquier sociedad–, la reforma constitucional, reclamada ya por casi todos los sectores sociales y políticos, no sólo debería tener el objetivo de solucionar los problemas que en el 78 quedaron pendientes –la organización territorial del Estado entre ellos–, sino también de abordar los nuevos desafíos que han surgido y que nos han sumido en esta crisis de confianza, que es tanto como decir en esta crisis sistémica.

Una de las principales brechas sociales que nos ha dejado la última década es la de la desigualdad. Según denuncia Oxfam Intermon en el informe Diferencias Abismales, entre 2007 y 2016 la diferencia de salario medio en España entre los que más ganan y los que menos ha pasado de 7,32 a 9,87, a lo que hay que unir el agravante de género, que hace que un hombre gane 1,25 veces más que una mujer. A conclusiones parecidas llegó la Comisión Europea en su Informe sobre el empleo en la UE, situando a España, junto a Bulgaria, Grecia y Lituania, entre los países en los que la supuesta recuperación económica no sólo no ha corregido las desigualdades previas al 2008, sino que las ha incrementado. ¿Recordáis aquello de "No es una crisis, es una estafa"? Pocas cosas minan más la confianza de una sociedad que la desigualdad, la falta de cohesión y la percepción creciente de injusticia. Una reforma constitucional del siglo XXI no debería obviarlo.

Olvidamos también a menudo que el principal desafío que la humanidad tiene hoy es el ambiental. El cambio climático está afectando al conjunto de nuestras vidas, y de forma muy especial a los más vulnerables, como se habrán cansado ya de leer tanto en este espacio como en otros foros. No insistiré en ello –quien quiera saber más le recomiendo visitar esta página dedicada a profundizar en las relaciones entre pobreza y cambio climático–, pero sí en la necesidad de que el derecho al medio ambiente aparezca en nuestra Carta Magna como paso necesario para un abordaje transversal desde el punto de vista de los derechos. En este trabajo coordinado por el jurista Ignacio Revillo, se hacen una serie de propuestas de reforma constitucional destinadas a garantizar que el interés general que deben perseguir los poderes públicos ha de basarse en el principio de sostenibilidad económica, social y ambiental, así como a reconocer el derecho al medio ambiente como un derecho fundamental y su respeto como deberes exigibles al conjunto de la sociedad.

Cataluña vota a ciegas

No pretendo aburriros con todo lo pendiente que tiene nuestra Constitución. Tampoco cabría en estas líneas. Pero no puedo evitar referirme a una de las grandes vergüenzas de este país: el machismo imperante en buena parte de mensajes, actitudes y comportamientos que invaden el espacio público y el privado. Lamentablemente estos días, tras el escándalo en torno al juicio de La Manada en Pamplona mientras siguen muriendo asesinadas mujeres a manos de sus parejas o exparejas, el debate ha vuelto a copar titulares. Una reforma constitucional que se precie debe incorporar, como se está proponiendo desde distintos foros, el reconocimiento explícito de la igualdad entre hombres y mujeres, y una especial protección contra la violencia machista.

He tocado sólo tres temas –y otros tantos que quedan pendiente– que muestran cómo España se rompe, pero no (sólo) por las fracturas del debate nacional. Hay muchas más brechas abiertas, y contribuir a cerrarlas podría ayudar a recuperar la credibilidad y la confianza en el sistema político y en el conjunto de la sociedad. De lo contrario, se habrá perdido una oportunidad más, y el "No nos representan" seguirá creciendo, aunque no se vea en las plazas ni surjan nuevos partidos.

Y por cierto, bajando a la tierra: no sé vosotros, pero yo desconfío profundamente de quien se niega a una reforma constitucional sabiendo que la correlación de fuerzas le es favorable. ¿Será que la soberbia y la impunidad no tienen límites? Aunque al mismo tiempo, me entran temblores cuando veo a las fuerzas progresistas lanzar propuestas y crear comisiones sin tener un acuerdo frente a la derecha. ¿Será que nadie se cree nada?

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