El debate sobre las dificultades de las democracias para gestionar muchos de los riesgos actuales viene de lejos, de mucho antes de que la pandemia colonizara nuestras vidas. Eso es así porque, como se ha visto en las últimas crisis, la capacidad para resolver problemas que amenazan la seguridad de la ciudadanía, es decir, para garantizar su bienestar, ha sido una importante fuente de legitimidad de las democracias. Un ejemplo: si se sigue la serie del CIS sobre satisfacción con la democracia en España, se comprobará que a partir de 2008 empieza a descender alcanzando su mínimo en 2012, momento a partir del cual comienza a recuperarse, pero sin llegar todavía a los niveles previos a la crisis.
A las democracias les cuesta notables esfuerzos resolver problemas complejos, que necesitan además de conocimiento experto interdisciplinar, máxime si han de plantearse en entornos globales. Así ocurre, entre otros, con la revolución tecnológica ajena al control democrático, con los retos demográficos, o con la crisis climática, agravada ésta además porque sus efectos se dejan sentir a largo plazo y de forma más lenta y gradual a como lo está haciendo esta pandemia.
En el debate sobre cómo abordar el desafío ambiental esta cuestión lleva tiempo planteándose. En la década de los 70 comenzaron a surgir discursos que defendían que, ante la gravedad, complejidad y dimensión de los asuntos ambientales, la democracia carecía de herramientas para hacerle frente con la determinación necesaria, y por lo tanto, era necesario acudir a mecanismos rápidos y eficaces, obviando los dilatados tiempos, las controversias y la búsqueda de acuerdos propios de los procedimientos democráticos. Hoy estas visiones resurgen tanto en el desafío ambiental como en la respuesta a la pandemia.
No deja de ser curioso que cuando se aborda este tema, tanto en lo relativo a la crisis climática como respecto a la actual pandemia, el modelo admirado por parte de algunos es, en ambos casos, China, y la pregunta que subyace es clara: ¿es el modelo chino más eficaz a la hora de poner en marcha políticas ambientales o conseguir detener la curva de contagios del coronavirus? Dado que estamos en plena crisis del Covid-19 y aún restará tiempo para que podamos evaluar con datos y la distancia necesaria qué ha sido más eficaz y qué no, podemos aprender del debate ya avanzado respecto al cambio climático para aplicarlo a las circunstancias actuales.
Como la literatura especializada se ha encargado de subrayar, la mayor eficacia de los sistemas autoritarios en la gestión de la crisis ambiental lo puede ser respecto a los outputs, pero no tanto respecto a los outcomes. Es decir, su poder es mayor en la aplicación de medidas concretas, pero no tanto en la transformación final buscada. De hecho, cuando se hace balance, se puede comprobar que las democracias presentan mejor resultado medioambiental que las autocracias. Cuando tengamos datos suficientes del conjunto de impactos que se han generado con la gestión de esta crisis sanitaria será el momento de comprobar si esto es así también en lo referido a la pandemia. Por el momento, lo que llega de cómo en China la curva se está aplanando lleva con frecuencia a olvidar la dimensión del problema allí y los factores que lo recrudecieron, y eso aun dando por buenos los datos que llegan sin mecanismos de contraste ni transparencia alguna. China tardó meses en reconocer el peligro, dificultó al máximo el intercambio de conocimiento científico, acosó y amenazó con detener a Li Wenliang, el oftalmólogo que junto con otros siete médicos fue el primero en avisar de un extraño virus y acabó falleciendo, y recientemente ha expulsado a los corresponsales de prensa extranjeros. Con este panorama, habrá mucho que debatir sobre cuáles son los resultados y cómo se miden. De momento, basta con constatar estos hechos ya probados y la ausencia de mecanismos que permitan ratificar los datos que llegan, algo que debería ya impedir cualquier tentación de admiración.
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Otro de los puntos que comparten ambos debates, el climático y el del coronavirus, es el relativo al papel de los expertos. En ambos casos se trata de desafíos que necesitan de conocimiento interdisciplinar, tanto para caracterizar el problema como para plantear las soluciones. Conocimiento que además dista habitualmente de ser homogéneo, sino que suele mostrar tanto puntos de consenso como visiones distintas entre profesionales cualificados incluso de la misma disciplina. ¿Quiere decir eso que las decisiones han de tomarlas los expertos? En absoluto. Como se demuestra en la puesta en marcha de medidas ambientales, y allí están los chalecos amarillos –entre otros casos– para demostrarlo, la adopción de decisiones tiene un enorme componente ideológico y la variable sociopolítica no puede dejarse de lado. Cosa distinta es que esa decisión deba ser tomada con la mayor ciencia disponible, lo cual es imprescindible. De la misma manera que los expertos y las expertas no pueden tomar decisiones porque carecen de legitimidad para ello, la responsabilidad política exige incorporar esa información experta en la conformación de la opinión y la decisión adoptada. No se trata, por tanto, de suspender la legitimidad democrática para delegar la decisión en un comité de sabios, sino de incorporar su conocimiento para mejorar la toma de decisiones democráticas.
Finalmente, cuando se mira a Asia con envidia y se ve en ella una supuesta mayor eficacia en el tratamiento de problemas complejos, habitualmente se fija la mirada en la naturaleza de sus regímenes, pero raras veces se hace sobre otras variables que son determinantes -también cuando hablamos de la crisis ambiental– en el comportamiento de las sociedades. Por ejemplo, el sentimiento de cohesión y la cultura política comunitarista. Las sociedades de los países asiáticos han sido ejemplares a la hora de seguir las indicaciones de sus gobiernos, como también lo fueron en Japón tras la catástrofe de Fukushima, o como lo está siendo la sueca, democracia occidental que, sin necesidad de declarar el estado de alarma ni confinamientos, está consiguiendo mantener al virus a raya. (Aquí se puede ver una comparativa de los diferentes estados europeos).
Existen otras variables –el sistema sanitario, el nivel de desarrollo tecnológico, la resiliencia económica, etc-, suficientes como para ser cautos en el análisis de las causas que llevan a un mayor o menor éxito en el abordaje de problemas como el coronavirus. Por los datos que existen a día de hoy conviene desconfiar de quienes aprovechan situaciones desesperadas para intentar mostrar eficacia donde en el fondo sólo hay autoritarismo, lo que suele llevar a una enorme ineficacia en términos globales, sistémicos, de derechos y libertades. Ganar a la pandemia supone mantener el virus bajo control y los sistemas democráticos con mejor salud. Por tanto, más que a la naturaleza de los regímenes, convendría mirar a los procesos de toma de decisiones informados y democráticos, la transparencia en la información a la ciudadanía y el comportamiento cívico y solidario del conjunto de la sociedad, sin olvidar, por supuesto, que las instituciones estén a la altura, Europa incluida. De lo contrario, estarán ganando terreno los neofascismos, que ya se frotan las manos –y no precisamente para desinfectarse– imaginándose convertidos en salvadores protectores de aquellos a los que la crisis sanitaria, económica y social ha sumido en el pánico.
El debate sobre las dificultades de las democracias para gestionar muchos de los riesgos actuales viene de lejos, de mucho antes de que la pandemia colonizara nuestras vidas. Eso es así porque, como se ha visto en las últimas crisis, la capacidad para resolver problemas que amenazan la seguridad de la ciudadanía, es decir, para garantizar su bienestar, ha sido una importante fuente de legitimidad de las democracias. Un ejemplo: si se sigue la serie del CIS sobre satisfacción con la democracia en España, se comprobará que a partir de 2008 empieza a descender alcanzando su mínimo en 2012, momento a partir del cual comienza a recuperarse, pero sin llegar todavía a los niveles previos a la crisis.