Quienes se empeñan en hacernos ver la inmigración como problema han encontrado este año un argumento que parece sostener sus tesis: la inmigración es considerada por los españoles, según el CIS, el quinto problema que tiene el país. A este dato hay que ponerle dos cautelas. En primer lugar, que cuando se pregunta por el problema que más afecta a la vida personal de cada cual, esta preocupación desciende al noveno puesto. Y en segundo lugar, que si comprobamos lo que pasó el año pasado –no así los anteriores–, la preocupación por la migración sube en verano y desciende en invierno, lo que abre no pocas preguntas. En 2017 la inmigración era, en el barómetro de julio, el séptimo problema, pero en diciembre, había descendido al duodécimo puesto. Haría falta un estudio en profundidad para poder sacar conclusiones; pero, al menos en un primer vistazo, conviene ser cauto con las afirmaciones contundentes.
No debemos cansarnos de recordar que los flujos migratorios forman parte de la historia de la humanidad y obedecen a múltiples causas. ¡Parece mentira que tengamos que recordarlo en este país! Si profundizamos en el análisis, como hace José Luis Villacañas en este artículo sobre el informe del Banco Mundial, veremos cómo los guardianes del liberalismo están viendo en la inmigración una oportunidad. Es más, como dice el autor, “Podemos preguntarnos si lo que vemos todos los días en el estrecho no será la utopía de regulación al modo neoliberal”. Hasta qué punto el sistema tiene esto asumido que, cuando apartas el ruido del escándalo y te quedas a solas con los datos, descubres, como publicaba este domingo infoLibre, que en España hemos tenido, entre 1985 y 2005, seis regularizaciones de inmigrantes: González legalizó 143.967, Aznar 453.891 y Zapatero 565.121. De la misma manera que Portugal acaba de aprobar un nuevo decreto de regularización que permitirá obtener un visado de residencia temporal a aproximadamente 30.000 inmigrantes que hayan contribuido a la Seguridad Social durante al menos un año. Entre los motivos, frenar una posible pérdida de la población activa portuguesa de un 40% en 2060.
Para entender bien el fenómeno hay que acudir a buscar las causas. Hoy, la desigualdad global, agravada más si cabe por el cambio climático, es el denominador común de muchos de estos movimientos migratorios, unido a la promesa de encontrar la tierra prometida que supone una imagen utópica de Europa, como narra el sociólogo Joseph Tanda.
Se han escrito y difundido numerosos informes, datos y gráficos que desnudan muchas de las mentiras que estamos escuchando sobre las migraciones, sobre los que entran a España por vía marítima, sobre los asaltos en las vallas, sobre los manteros, y sobre todo lo que tenga que ver con la inmigración. Una de las elaboraciones más completas es la que hace el profesor Javier de Lucas en este artículo. El paroxismo ha llegado a tal punto en este asunto que la representante de ACNUR en España, Francesca Friz-Prguda, en declaraciones a la cadena SER, informó haber solicitado una reunión a Pablo Casado y Albert Rivera para explicarles, con datos concretos, que ni hay "millones" de migrantes intentando llegar a España ni existe una "avalancha" de pateras hacia las costas europeas. Datos, información y argumentos, por tanto, sobran para echar por tierra la alarma social creada.
Y sin embargo, aparentemente –insisto, aparentemente–, existe. ¿Por qué? Supongo que lo más sencillo sería una vez más acudir al chivo expiatorio en que convertimos a diario a los medios de comunicación y buscar en un desenfoque del asunto la culpa de todos los males. No negaré yo que algo de esto hay, aunque un mínimo de rigor exige distinguir entre unos medios y otros, y un mínimo de coherencia implica ir más allá.
Creo que la clave la da el sociológico Antonio Izquierdo en esta entrevista publicada por infoLibre: "El sentimiento de amenaza ante la inmigración indica desintegración social". Efectivamente, uno de los efectos de la crisis que quizá aún no haya sido suficientemente estudiado es que nos ha convertido en una sociedad miedosa. Nos sabemos vulnerables, intuimos que la próxima puede llegar en cualquier momento –ojo a los indicadores globales–, y vivimos temerosos de que los próximos en caer seamos nosotros. Porque cada cual es consciente de que, aunque de la última nos hayamos salvado con más o menos solvencia, igual que personas próximas a nosotros se han visto en situación de desempleo, sin ingresos o próximas al desahucio, en la siguiente podemos ser nosotros mismos los que quedemos descolgados. Ahí puede estar una de las causas para explicar por qué tienen eco los mensajes que apelan al miedo al diferente y los que consiguen que la inmigración sea vista como un problema.
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Otra explicación, ligada con lo anterior, la podemos buscar en la aporofobia, esa expresión acuñada por Adela Cortina para explicar el rechazo al pobre. No nos violenta el jeque árabe, la ingeniera alemana o el futbolista argentino que cobran sueldos millonarios, lo que genera rechazo es el inmigrante pobre. Y tras eso, hay toda una ideología neoliberal que hace creer que la pobreza no es fruto de desigualdades estructurales, sino el resultado de una culpa personal. Por eso los pobres son una amenaza, cuyos efectos se multiplican en un momento de aumento de las desigualdades.
Haríamos bien, como sociedad, en preguntarnos por qué estos discursos incendiarios, irresponsables y mentirosos encuentran eco en una parte de la población. Si no lo hacemos, quizá sea porque tememos encontrarnos una imagen no muy agradable de nosotros mismos.
Las sociedades democráticas deben abordar los flujos migratorios como fenómenos sociales complejos, con visión global, políticas integrales, de forma coherente y responsable. Deben asumir, además, que esto va de Derechos Humanos, no de mano de obra en función de las necesidades coyunturales. Y por si alguien –generalmente haciendo gala del mayor de los cinismos–, nos acusa de “buenismo”, podemos tirar de datos oficiales como los que se están publicando estos días en medios para este para recordar que la inmigración está jugando ya un papel crucial en nuestros desequilibrios demográficos, además de ser fuente de innovación y diversidad. De esta forma, conseguiremos ver la inmigración como lo que es, una oportunidad, y nos desharemos de esa idea de la inmigración como problema, que en el fondo, no es sino un síntoma de nuestra debilidad e incapacidad para gestionarla.
Quienes se empeñan en hacernos ver la inmigración como problema han encontrado este año un argumento que parece sostener sus tesis: la inmigración es considerada por los españoles, según el CIS, el quinto problema que tiene el país. A este dato hay que ponerle dos cautelas. En primer lugar, que cuando se pregunta por el problema que más afecta a la vida personal de cada cual, esta preocupación desciende al noveno puesto. Y en segundo lugar, que si comprobamos lo que pasó el año pasado –no así los anteriores–, la preocupación por la migración sube en verano y desciende en invierno, lo que abre no pocas preguntas. En 2017 la inmigración era, en el barómetro de julio, el séptimo problema, pero en diciembre, había descendido al duodécimo puesto. Haría falta un estudio en profundidad para poder sacar conclusiones; pero, al menos en un primer vistazo, conviene ser cauto con las afirmaciones contundentes.