Analizados ya hasta la saciedad los datos del 28M, y a falta de las postelectorales que darán luz sobre algunas dudas que quedan, es momento de encarar la siguiente cita del 23J.
Como recordaba la semana pasada (aquí), es evidente que, aunque el 28M elegíamos concejales, diputados y diputadas, las votaciones acabaron siendo una primera vuelta de las próximas generales. En un contexto donde la política local cada vez pierde más peso, con una campaña protagonizada por los grandes líderes de los partidos a nivel estatal, con temas alejados de lo local y con repercusiones directas en el Gobierno de España, es imposible ya diferenciar nítidamente, siquiera en análisis, entre ambos espacios. Lo anterior no significa que se puedan extrapolar estos resultados a los que tendremos el 23 de Julio, pero nos dejan tendencias que hay que tener muy en cuenta.
Pese a que los dos avances de las 14 y las 18 horas del 28M daban un incremento notable, al final de la jornada la participación se quedó en el 63,91%, un punto menos que 2019, y la tercera más baja de la democracia. Si se mira por comunidades, las diferencias fueron notables: las que no elegían asambleas autonómicas, participaron menos, con Cataluña encabezando el ranking con un descenso nada menos que de 9 puntos. Tras el frenesí y el fracaso del procés, Cataluña está exhausta. Empata en puntos Melilla, con el escándalo de la compra de votos por correo de fondo. Entre las excepciones, destaca la Comunidad Valenciana, donde la participación no sólo no bajó, sino que se incrementó en 4 puntos. Curiosamente, la comunidad donde el PSPV ganó en las autonómicas 50.000 votos respecto a 2019 que le dieron cuatro escaños más. (En las municipales sube tan sólo 14.000 votos, lo que indica un reconocimiento a la figura de Ximo Puig)
Distintos indicios apuntan a que la izquierda, especialmente la izquierda no socialista, optó por quedarse en casa, mientras que la derecha, que ya en las encuestas aparecía muy movilizada, llegó a alcanzar prácticamente los 9 millones de votos (una cifra similar a 2011), el 40% de los emitidos.
O España ha cambiado mucho en poco tiempo —cosa que no suele ocurrir—, o la derecha, enfadada con el Gobierno de coalición, ha salido a votar en masa mientras la izquierda no socialista, con alguna excepción como los seguidores de Más Madrid en esa Comunidad, han mostrado con una evidente apatía su decepción con el Gobierno y con la incapacidad de sus líderes para conseguir una marca unitaria. A las formaciones jóvenes que llegan a las instituciones levantando ilusiones con la promesa de cambio, la gestión en los gobiernos les obliga a repensarse, y en este caso no sólo no han sido capaces de hacerlo, sino que se han ido deshaciendo entre crisis internas y polémicas públicas.
De estos dos puntos se deduce que si la izquierda quiere ganar el 23J necesita movilizar a, aproximadamente, un millón de abstencionistas progresistas. ¿Cómo hacerlo? No es fácil. Vivimos en un momento de enorme crispación donde la conversación pública está dominada por las emociones y la moral, como analizaba hace unas semanas aquí.
¿Acaso el aborto, la lucha contra la violencia machista, la muerte digna, los derechos de las personas LGTBI+ o las medidas para reducir la contaminación de las ciudades no tienen un importante apoyo transversal e incomodan a una parte de la derecha?
Ninguna campaña que obvie esto puede resultar ganadora. Ahora bien, ¿emocionar con qué? Con propósitos de deseabilidad que dibujen el lugar donde se quiere llegar y al que cada propuesta aporte. Como recuerda Antoni Gutiérrez-Rubí en Gestionar las emociones políticas (Colección #Más Cultura Política editada por la asociación Más Democracia y Gedisa): “Emocionarse y emocionar es la clave. Emocionarse por el cambio social, por las nuevas ideas y por los retos.” Si dejamos el análisis aquí, es sencillo. Ahora bien, ¿es posible hacer esto en el clima de crispación actual?
La campaña de la derecha el 28M se ha construido sobre emociones negativas. “Contra el sanchismo” como gran eslogan, cuando Sánchez ni siquiera se presentaba. Ha conseguido, además, abrir las “grietas” que generan dudas en el electorado progresista con el objetivo claro de desmovilizarle y ha acertado de pleno en el tema clave. Lo explica Lluis Orriols en su último libro Democracia de trincheras (Península). “El nacionalismo español es una forma de crear ambivalencias entre los simpatizantes de izquierdas. Y eso, claro, es muy atractivo para la derecha pues cuando un votante cae en la ambivalencia está en la antesala de cambiar su voto. Quizás no de pasar de votar del PSOE al PP, pero al menos de dejar de votar al Partido Socialista y abstenerse”. A falta de los estudios postelectorales que nos confirmen cuántos abstencionistas y/o cuántos cambios de voto de izquierda a derecha ha podido provocar la campaña y la polémica de las listas de Bildu, esto describe a las claras las estrategias y ejes de campaña.
Que la izquierda, para movilizar a ese millón de abstencionistas, tiene que ilusionar con propuestas en positivo de la España que quiere es algo indiscutible. Pero al mismo tiempo tiene que saber reaccionar, desde la razón y la emoción, a las grietas que sus adversarios van a intentar abrir en su electorado. Y por supuesto, exhibir músculo en aquellos temas que le son propios, que puede defender con orgullo, y que, además, pueden generar dudas también en el sector contrario. ¿Acaso el aborto, la lucha contra la violencia machista, la muerte digna, los derechos de las personas LGTBI+ o las medidas para reducir la contaminación de las ciudades, entre otras, no tienen un importante apoyo transversal e incomodan a una parte de la derecha? Volvamos a los manuales: una campaña electoral consiste en fidelizar a los tuyos, movilizarlos, desmovilizar a los contrarios y en el mejor de los casos, convertirlos a tu causa.
Analizados ya hasta la saciedad los datos del 28M, y a falta de las postelectorales que darán luz sobre algunas dudas que quedan, es momento de encarar la siguiente cita del 23J.