… 'El cajón de las cosas que no duelen' y 'Adolescencia'

Siempre que alguien me pide que lo acompañe en la presentación de su libro, me invade una emoción de dos sabores: gratitud y responsabilidad. En las páginas de cada creación literaria hay más que palabras y dibujos, hay muchas horas de entrega de escritores e ilustradores. Me tomo cada presentación como lo de cuidar al bebé de otra persona, sacar al perro de un amigo o habitar una casa que me han prestado, con más celo que si fuera mía, con más devoción que si fuera la autora.

Nahir Gutiérrez e Iván Harón, escritora e ilustrador, me invitaron a “amadrinar” su último cuento –delicioso– en una librería infantil. Por supuesto, dije que sí sin pensarlo y, por supuesto, volví a sentir la emoción de dos sabores. Pero en esta ocasión percibí, además, un tercer matiz que no había detectado en otras: vértigo. Me preocupaba no estar a la altura de ese público, “niños acompañados por madres, padres, tías…”. Nuestros espectadores serían personas pequeñas, en el inicio del cuento vital y a su lado, personas mayores, responsables de sus vidas.

A priori suena fácil, ¿no? ¡Son niños, Raquel! Son “eso” que tú fuiste. Siempre te has comunicado muy bien con los seres humanos que se estrenan en el mundo. Vale, pues estaba inquieta, tenía que llegar a un público exigente. Consciente de que, si no lo conseguía, si no conectaba con ellos, serían implacables, la diplomacia no es un atributo infantil…  

Si a estas alturas del texto he logrado que empatices con mi aprensión y me estás imaginando como José Luis López Vázquez en La gran familia, atada a un perchero por pequeñas criaturas que corren a mi alrededor jugando a indios y vaqueros, no sufras por mí, eso no pasó. La experiencia fue más que gratificante. En aquella librería, El dragón lector, lo pasamos pipa, fue una tertulia fluida entre niños, que se expresaron con total espontaneidad y creatividad –o sea, como son– y adultos que, por un rato, olvidamos la parte áspera de nuestro momento vital y nos sentamos en el suelo –como lo que fuimos– para recuperar la mirada sin filtros que solo brilla intensamente en la infancia.

Vean Adolescencia para saber y entender y lean el cuento de Nahir e Iván para recuperar, al menos durante un rato, aquella mirada que brillaba intensamente

Yo también estoy revuelta por esa serie de la que habla todo el mundo, Adolescencia, aunque me alegro infinito de haberla visto y se la recomiendo a cada persona con la que hablo, en especial a mis amigos y familiares con hijos. Entiendo perfectamente la ansiedad y el miedo de quien no se atreve a darle al play –me ha pasado lo mismo con obras que sabía que iban a arañarme en un momento en el que no andaba fuerte, aún no he podido ver Amor de Haneke, ni leer Arrugas, de Paco Roca–. Sin embargo, sigo recomendando ver Adolescencia y asumir el dolor que provoca, porque compensa el toque de atención para toda la sociedad, no solo para padres y madres..: la serie despliega un mapa lleno de pistas que, a veces, no sabemos interpretar. 

El cajón de las cosas que no duelen es el título del cuento maravilloso de Nahir Gutiérrez e Iván Harón, una historia que acaricia el corazón. Lo he leído tres veces, en cada lectura descubro algo nuevo y siempre me emociona. Nada que ver su ternura con la dureza de la serie de Jack Thorne y Stephen Graham y, sin embargo, esta historia de un armario, Robusto, y un niño, Simón, también puede apelar a la escucha de los adultos.

Todos tenemos cajones en los que guardamos cosas que desconocen incluso las personas que más nos quieren. En la infancia y en la adolescencia, esos cajones pueden contener mucho dolor sordo. Vean Adolescencia para saber y entender y lean el cuento de Nahir e Iván para recuperar, al menos durante un rato, aquella mirada que brillaba intensamente. 

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