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Historia de una maleta

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Carmina llevaba años repitiéndolo: 

-Cualquier día cojo la maleta y no me veis más el pelo.

Era un mantra, un estribillo, era el Gloria de un rosario. Y tanto lo repetía Carmina que los que estaban a su lado ya no eran conscientes de que lo oían. Como cuando estás en casa y oyes de lejos a un perro ladrar sin parar. Al principio te enerva, luego te acostumbras. Al final solo te pones alerta si el animal calla. 

“Cualquier día cojo la maleta y no me veis más el pelo” era el sonido de la autopista o del tren que pasa cerca de tu bloque. Las primeras veces te altera, pero luego se funde de tal modo con la banda sonora de tus días y tus noches, que lo único que resulta extraño son los lapsos de silencio entre un coche y otro, entre uno y otro tren. 

Un día Carmina abrió la maleta, metió un par de jerséis de lana: “Allí hace fresco…”  y un pantalón negro: “Es como el cargador del móvil, tarde o temprano me hará falta”. También metió una percha de madera: “Un pantalón negro arrugado da sensación de abandono y yo no abandono, yo me voy”.

Junto a la ropa hizo sitio para la botella de ginebra que no abrieron el día de su cumpleaños. Aquella mañana, cuando fueron juntos al super, Carmina se fijó en ella: “GIN”. La metió en el carro y devolvió la tarta helada de limón a la nevera de los congelados. Al ver aquella botella de cristal pensó que para celebrar que seguía en el mundo un año más no quería la misma tarta un año más. 

-Lo que quiero es un Gin Tonic con kikos.

-¿Y ese antojo tan tonto? ¿Gin Tonic con kikos, a santo de qué?

-Pues ya lo ves. A santo de nada. Un antojo no se puede razonar, es lo que tiene… Aparece y ya. Ponte en la caja. Voy a por los kikos.

Aquel antojo de cumpleaños era una de esas cosas pequeñas que se hacen grandes porque el deseo las amplifica. Como lo de fijarse en él aquella noche, un antojo momentáneo que se convirtió en media vida. Carmina pensó que la otra media quería vivirla de otra manera así que, después de muchas compras semanales, muchas lavadoras y muchos planes de un futuro que nunca llegaba, hizo la maleta. 

Todo cabe en esa maleta y en nuestra imaginación. Los objetos cuentan historias y si no las desciframos, nos las inventamos

Aquel lunes de agosto, a los operarios del servicio de limpieza no les pareció extraño verla ahí tirada. La ciudad amanece cada día llena de cachivaches. Hay sillones, mesas, jaulas, aspiradoras, congeladores… La calle es un bazar en el que puedes encontrar de todo. Objetos que pertenecieron a alguien, que estuvieron en otro lugar, en una casa, en una oficina, en una tienda… Cosas cuyos dueños tocaban con sus manos, a diario, sin pensar que alguna vez estarían en la calle y ya no serían de nadie.

La historia de Carmina deja un final tan abierto como su maleta en la acera. No sabemos si la abandonó porque en el último minuto decidió partir desprovista de las cuatro cosas que le unían a su pasado o si se la robaron en la estación y al comprobar que no había nada de valor, la tiraron. Desconocemos si Carmina llegó bien a su destino o si murió en el intento. No sabemos si comenzó una nueva historia sola y sin pantalones negros o si en su viaje le acompañaba él, decidido a probar por fin el Gin Tonic con kikos.  

En realidad, no sabemos si esta es una historia de amor o de desamor, si es una historia de esperanza o de perdedores… Todo cabe en esa maleta y en nuestra imaginación. Los objetos cuentan historias y si no las desciframos, nos las inventamos. Es lo que hice yo al verte tirada en la calle hace unos días, porque lo único cierto de este cuento eres tú, esa maleta… 

Carmina llevaba años repitiéndolo: 

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