“¿Cómo llamamos a las personas que te abordan en privado, con mucha confianza, para pedirte favores y luego se comportan en público como si no te conocieran?”. El otro día lancé esta pregunta en una red social. Acababa de vivir la enésima experiencia de ese tipo y, compulsivamente, comenté en voz alta.
La verdad es que pensé que mi desahogo tuitero quedaría en nada, una de tantas reflexiones que se expresan en los patios virtuales para perderse como las lágrimas en la lluvia de Blade Runner… Me equivoqué. A la pregunta respondió mucha gente, con tanta compulsividad como la que me había empujado a preguntar y propusieron calificativos de todo tipo. Algunos esperables: “interesados, aprovechados, trepas” y otros desconocidos por mí, que me encantaron, como “convenencieros”. Los hubo también que jugaron con el doble sentido: “no los llames, bloquea su número, rápido” y quienes tiraron de humor a saco: “Adolescentes”; con este, confieso, solté una carcajada.
El río de respuestas mantiene hasta hoy un buen caudal, lo cual evidencia que somos legión quienes reconocemos ese tipo de comportamientos, porque los hemos padecido o los padecemos. Esto, en parte, es consuelo de tontas: “No soy la única ídem a la que hacen esto, qué bien”. Pero, realmente, es tristísimo que haya tantos ejemplos de quien elige ese modo mediocre de relacionarse con los demás.
La mediocridad no es mala en sí misma, todos somos mediocres en algún sentido, pero hay un tipo de mediocridad, esa que intenta suplir las carencias propias portándose mal con los otros, que es mediocridad al cuadrado. “Remediocridad”, podría ser el término. Y eso que no parece tener remedio, quienes la practican suelen ser reincidentes, a veces, con la misma persona, si esta se deja…
La vida es un constante ejercicio de despalillado, hay que ir quedándose con las uvas rebrillantes y apartar el raspón o el escobajo de la remediocridad
Hace unos días, tuve la oportunidad de conversar con Eduardo Mendoza en el certamen literario Blacklladolid. Si mi profesora de Lengua y Literatura de BUP, María Luisa Ponce, que me lo descubrió cuando yo tenía 16 años, hubiera podido verme allí, sentada junto al Premio Cervantes, sé que habría sido feliz.
Yo ni os cuento lo que sentí y sigo sintiendo, poder charlar con alguien a quien admiras desde la adolescencia, aquel que te parecía conocer desde siempre, de tanto leerle, de tanto escucharle en cada entrevista, es casi cerrar un círculo vital. Las conexiones emocionales que crea la literatura son muy poderosas.
“¿Y cómo llamamos a las personas, realmente importantes, que se quitan importancia cuando millones de seres humanos los admiran?” A mí me gustaría algo así como Rebrillantez. Mendoza sería el ejemplo perfecto de la Rebrillantez, esa que proyectan los que no tienen que estirar el cuello para parecer más altos porque son grandes de verdad. Los que no necesitan darse importancia porque ya la llevan en el ADN, en su talento, en su cultura, en su trayectoria, en su manera de mirar el mundo, pero también en el modo de comportarse con los demás.
En 2017, el escritor cerró su discurso de agradecimiento por el Cervantes firmando así: “Eduardo Mendoza, de profesión ‘sus labores’”; yo cierro cada uno de sus libros pensando “Gracias”. Si nunca han leído a Mendoza, háganme caso, no se priven de ese regalo. La vida es un constante ejercicio de despalillado, hay que ir quedándose con las uvas rebrillantes y apartar el raspón o el escobajo de la remediocridad.
“¿Cómo llamamos a las personas que te abordan en privado, con mucha confianza, para pedirte favores y luego se comportan en público como si no te conocieran?”. El otro día lancé esta pregunta en una red social. Acababa de vivir la enésima experiencia de ese tipo y, compulsivamente, comenté en voz alta.