Existen determinados patrones de comportamiento que son aceptados por la sociedad, de manera casi unánime, y que difícilmente serían reprobados. Este consenso queda ejemplificado en la Sección 1ª del capítulo II de nuestra Constitución, que lleva por título: De los derechos fundamentales y de las libertades públicas. Supongo que a cualquiera que se le ocurriera negar públicamente los derechos y las libertades que allí se recogen sería reprendido. Tiene bastante lógica que ir contra el derecho de la libertad ideológica, la integridad física, o simplemente del derecho al honor, o la intimidad, provoca rechazo social. Es por tanto comprensible que el derecho a decidir sea uno de esos valores incuestionables que todo buen demócrata debiera defender si este estuviera en peligro.
Saco a colación este asunto, -sobre el más que debatido “reto soberanista catalán”-, para plantear la siguiente cuestión: ¿de qué hablamos cuando hablamos del derecho a decidir? Para aproximarnos a dicha cuestión es preciso recordar algunos nudos de acción indispensables. El actual presidente de la Generalitat catalana, Artur Mas, hace apenas dos años fue acusado por Mariano Rajoy de “querer imponer un concierto económico”, pocos meses después se convocaron de forma anticipada unas elecciones en Cataluña cuyo epicentro tenía por objeto la independencia. Es difícil olvidar aquellas promesas de CIU sobre la esperanza de vida o la tasa de supervivencia del cáncer. De aquellas elecciones pro independencia salió un Artur Mas dependiente de Junqueras, entre la espada y la Esquerra republicana de Junqueras.
Desde aquél noviembre del 2012, la gestión política de la Generalitat se ha reducido a la “amenaza” de llamar a votar sobre la independencia de Cataluña, siendo este útil para encubrir la pésima gestión de la derecha catalana, un buen ejemplo de ello fue el indigno euro por receta que tumbó el Tribunal Constitucional, el incumplimiento reiterado en materia de dependencia o, sin ir más lejos, la subida de las tasas universitarias que sitúa a Cataluña entre las más caras de Europa. Pero de esto poco se habla, y muchos menos deciden. Dicho lo cual, no se puede ignorar un sentimiento, -que mayoritario o no-, no cesa en reivindicar un derecho a voto asociado a la mejora de vida de la ciudadanía catalana. Llegados a este punto cabe preguntarse si este “derecho a decidir” tiene cabida en el marco legislativo internacional, y si de llegar a celebrarse dicho “nuevo Estado” supone un beneficio para los intereses de Cataluña.
La consulta catalana, -amparada en el Estatut-, encubre un referéndum no vinculante sobre el génesis o no de un nuevo Estado, y por ende de su secesión (por mucho que la consulta incluya la posibilidad de un Estado dependiente y con menor competencia que en actual modelo autonómico). Si analizamos el Derecho Internacional Público comprobamos que éste no reconoce la secesión como derecho, -aunque tampoco lo prohíbe-, lo que sí queda claro es que el derecho a la libre determinación se contempla en relación a la descolonización (artículo segundo de la Resolución 1514 (XV) de la Asamblea General de las Naciones Unidas el 14 de diciembre de 1960). Si el Derecho Internacional no alude a la secesión lo que sí hace es abogar por la protección cultural de las minorías lingüísticas, como se recoge en el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos de 1966. No podemos olvidar que las Naciones Unidas se compone de 193 Estados soberanos, y la mayoría de los Estados son plurinacionales, no está de más recordar que sólo en Nigeria existen más de 500 lenguas indígenas.
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Pese a lo anteriormente citado, y partiendo de la Carta de las Naciones Unidas, ningún Estado-nación podrá intervenir en los asuntos internos de cualquier otro Estado miembro. Hace más de un año la Casa Blanca, a través de la plataforma “We the people”, rechazó apoyar la secesión de Cataluña argumentando que dicho conflicto correspondía únicamente al Gobierno de España resolver según la legislación vigente de nuestro país. La Constitución la conocemos, así como el concepto de soberanía, pero también sabemos que la declaración unilateral de independencia puede darse por hecho o por derecho, sin embargo dicho “Estado” corre el riesgo a no ser reconocido por la comunidad internacional, y lo que ello conlleva.
Entiendo que un territorio que sienta vulnerado sus derechos por su Estado matriz reivindique el derecho a la libre determinación, lo que es menos comprensible es que el nacionalismo se ampare de la legítima palabra democracia para saciar sus ansias ilimitadas de superioridad. Aunque al parecer algunos se han desprendido de la careta de la democracia para pedir a cara descubierta la declaración unilateral de independencia, en el caso de no convocatoria de la famosa consulta. Una consulta que a día de hoy, y tras la rueda de prensa de Mas, se han convertido en un intento de autocomplacencia soberanista que parece no concluir con la hipotética y simbólica “participación popular”, y que como advertía Àngels Barceló: “que Rajoy no crea que se ha acabado el "lío"… Lo dicho, tan falaz es la asociación de la independencia con el estado de bienestar de un territorio, como contradictorio es apelar al independentismo como recuperación de una soberanía que deberá ceder de acuerdo con la integración a la Unión Europea. Hipótesis poco factible teniendo en cuenta que la perdida de la nacionalidad española acarrea la pérdida de la ciudadanía europea, y que para volver a ser miembro, de acuerdo con el artículo 50 del Tratado de la Unión Europea deberá solicitar su adhesión de nuevo. Por lo que, no sólo Cataluña estará fuera de la Unión Europa durante todo el periodo de admisión, sino que lo más seguro es que se decline su petición ya que se requiere el apoyo unánime de los demás miembros.
Si el objetivo de la votación es la mejora de las condiciones de vida de la ciudadanía catalana, la vía de la independencia, - y su no reconocimiento de cara a la comunidad internacional-, parece no ser la respuesta. De igual manera, tampoco es una respuesta la política de oídos sordos que actualmente mantiene este Gobierno de derechas. Por tanto, ¿por qué no reformamos nuestra Constitución para darnos nuevas reglas de convivencia que aporte soluciones a las tenciones territoriales y proteja las identidades y sentimientos? Si la mayoría de las CCAA, como Andalucía, Comunidad Valenciana, Madrid o Cataluña, denuncian desigualdades en relación al sistema de financiación, ¿por qué no atajamos este problema en lugar de remitir al inmovilismo? En definitiva, avanzar hacia un modelo federal que nos permita ir a las urnas a todos para actualizar y adaptar nuestra Constitución a esta generación.
Existen determinados patrones de comportamiento que son aceptados por la sociedad, de manera casi unánime, y que difícilmente serían reprobados. Este consenso queda ejemplificado en la Sección 1ª del capítulo II de nuestra Constitución, que lleva por título: De los derechos fundamentales y de las libertades públicas. Supongo que a cualquiera que se le ocurriera negar públicamente los derechos y las libertades que allí se recogen sería reprendido. Tiene bastante lógica que ir contra el derecho de la libertad ideológica, la integridad física, o simplemente del derecho al honor, o la intimidad, provoca rechazo social. Es por tanto comprensible que el derecho a decidir sea uno de esos valores incuestionables que todo buen demócrata debiera defender si este estuviera en peligro.