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Cuatro posiciones en torno a la Constitución, cuatro maneras de entender el futuro

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La posición política en torno a la Constitución es clave para entender no sólo el tiempo que fue sino el que queda por venir. Más sobre todo en un momento en que nuestro país se enfrenta a una notable amenaza, el proceso de involución reaccionaria, pero también a una brillante oportunidad, colocarse a la vanguardia europea de la reconstrucción igualitaria. Quien maneje de forma exitosa la narrativa en torno a la Constitución, quien sea capaz de movilizar la potencia material de algunos de sus artículos, podrá decantar la balanza por una de las dos opciones. El tiempo de esta confrontación será breve, modulado por las citas electorales que quedan por venir, pero con una dinámica propia que afectará a las claves de la próxima legislatura. Sus efectos, sin embargo, serán prolongados: nos jugamos la situación sobre toda una generación.

Hay cuatro posiciones en torno a la Constitución, cuatro maneras de entender el futuro. La primera de ellas es bien conocida, por ser mayoritaria y, digamos, oficialista. Se desarrolló a principios de los años 90 y sirvió, en un primer momento, para contar lo que nunca se había contado: desde 1978 aún no había transcurrido ni una década y media. En el verano de 1995 tuvo su reflejo televisivo en la serie La Transición, de Victoria Prego y Elías Andrés, un documental que marcó las percepciones históricas de buena parte del país. Eran los últimos años de la etapa del felipismo, también los de un creciente aznarismo que en aquel momento se reclamaba de centro reformista, adulaba en público a Manuel Azaña y hablaba catalán en la intimidad: la hipocresía no suele ser más que un resultado de la hegemonía.

Aquella narración presentó la Constitución como el acuerdo de los grandes hombres. Un periodo de finas alianzas y entendimientos que transformó el país, entre 1977 y 1982, desde una dictadura a una democracia. Libertad sin ira, de Jarcha, como banda sonora, aquel coche de la UCD arrojando panfletos por la Gran Vía, su imagen. Dos figuras claves. La de Adolfo Suárez como el gran impulsor, siempre bajo un halo de presidencialismo a lo Kennedy, y la de Felipe González, como el modernizador de la izquierda y el heredero de lo que estaba por venir. Pero por encima de todas estas piezas siempre se situaba al rey Juan Carlos, intocable, cercano, héroe tranquilo del 23F. Aquello sucedió de la única manera en que pudo pasar, se nos contaba. Y acabó bien.

No nos engañemos, en aquel entonces, cuando el Telecinco de Médico de Familia era líder de audiencia, también en la siguiente década y media, a la gente no le interesó lo más mínimo cuestionar no ya si esta narración sobre el inicio del periodo democrático era ajustada a la realidad, sino siquiera cómo se produjo aquel cambio de guión tan brusco. Es decir, el por qué España era un día una dictadura y al día siguiente se levantó convertida en una democracia, dónde quedaron unos y otros y qué les impulsó, en el mejor de los casos, a disfrazarse. En aquella narración oficialista existían dos malos protagónicos. Uno la ETA, otro los franquistas irredentos, unos señores viejos que gritaban “Tarancón, al paredón”, y que simplemente quedaron extintos por el colorismo de la Movida.

Esta forma de contarnos funcionó hasta que llegó la Gran Recesión de 2008 y con ella una crisis de legitimidad institucional que abrió la posibilidad de cuestionar aquel relato. La visión crítica sobre la Constitución, fraguada en base al silencioso y largo trabajo sobre la memoria histórica, reformuló la etapa de la Transición trayendo todo aquello que se quedó en el tintero: la violencia política de la extrema derecha, los intereses alemanes y norteamericanos, la naturaleza disciplinante del 23F o la existencia de una izquierda que quedó fuera de los pactos de la Moncloa. Lo cierto es que nunca se trató tan sólo de una cuestión histórica y si de una necesidad política. Si el anterior relato sirvió para dar lustre a sus protagonistas, este funcionaba de manera inversa, tiznando al periodo y sus resultados de una componenda entre las élites para que nada cambiara. En aquel agitado y bisoño Twitter de 2011, la cita del Gatopardo, “Si queremos que todo siga como está, necesitamos que todo cambie”, causaba sensación.

La visión crítica sobre la Constitución, fraguada en base al silencioso y largo trabajo sobre la memoria histórica, reformuló la etapa de la Transición trayendo todo aquello que se quedó en el tintero.

Si ser constitucionalista había valido como marco identitario que señalaba quién era respetable, ser ahora contrario a la Constitución era sinónimo de futuro, en un momento donde el eje “nuevo-viejo” parecía el único útil para hacer política. Había motivos reales para aquel furor iconoclasta -paro, corrupción, descrédito-, pero también la enseñanza de que cuando se quiso cambiar aquella intocable, impoluta y perfecta Constitución, para variar el artículo 135, se hizo en una tarde. Si ellos pueden, ¿por qué nosotros no? La forma de catalogar a todo lo malo como “Régimen del 78” fue exitosa, pero el “proceso constituyente” nunca pasó del activismo digital -si obviamos algún opaco episodio, con resonancias a lo De Gaulle, para reconfigurar por arriba el tablero político, con algún ministro del PP como aventajado muñidor-.

Parecía haber motivos reales para alejarse de aquel decadente estado de las cosas, viendo sobre todo a un Juan Carlos que fue abdicado antes de que el roto monárquico no fuera todavía mayor. En la izquierda, donde triunfó esta visión de una Constitución como acuerdo de élites y cesión de traidores había, sin embargo, una razón más prosaica para impulsarlo: adelantar primero a Izquierda Unida y luego al PSOE, la necesidad de promocionar lo nuevo en demérito de lo viejo. Algo que funcionó por un tiempo, salvo por dos detalles. El primero es que una buena parte del electorado, crítico con la crisis y la gestión de Rajoy, se empezó a sentir herido generacionalmente, señalado como responsable de haber sucumbido a un chantaje de democracia por tranquilidad que ahora estaban pagando sus hijos. Y eso duele. 

Tanto que el propio Podemos, mitad resultado, mitad artífice de esta visión crítica, corrigió su postura al final de la pasada década, optando por apropiarse del lado social de la Constitución. Algo que ya había intentado Julio Anguita en los noventa y que Pablo Iglesias recuperó en las campañas electorales del 2019, llegando a declamar en los debates electorales, norma en mano, aquellos artículos de clara inspiración izquierdista. ¿Al final resultó que el Régimen del 78 tenía algunas cosas buenas? Aquel momento Berlinguer del líder morado ponía encima de la mesa el segundo detalle por el que esta visión crítica de la Constitución cojeaba: obviaba todo lo positivo que se había conseguido pero, sobre todo, al protagonista primero de la Transición, la fuerza de la clase trabajadora organizada. 

Este debate quedó pendiente en la izquierda, virus mediante, también porque una tercera visión sobre la Constitución llegó con fuerza para quedarse: aquella que empuñan los artífices de la involución reaccionaria. Si la visión crítica no nació de un día para otro, si se vio impulsada por un conflicto concreto, si sus objetivos iban más allá de la mera lectura histórica, podemos decir algo muy parecido de esta manera regresiva de entender la Constitución no para superarla, sino para quebrarla. El momento de lanzamiento fue el otoño rojigualdo de 2017. El combustible el conflicto nacionalista, que toma lo indisoluble de la nación como herramienta y coartada para acabar con todo lo demás. El hilo histórico era aquel que los ultras habían ido asentando desde los dos mil a través del revisionismo. Su objetivo fue acabar con la hegemonía progresista en España para lograr en una segunda etapa, justo la actual, conseguir revertir todo aquello que el franquismo perdió en 1978. Si todo hubiera quedado “atado y bien atado”, los herederos del dictador no estarían gastando tanto tiempo, dinero y energía en revertir aquello en lo que fueron derrotados.

Esta tercera visión constitucional es profundamente anticonstitucional, una manera de apropiarse de nuestro ordenamiento primero para utilizarlo en su beneficio, luego para acabar con él. Entronca con la visión oficialista como manera de revestirse de legitimidad, también al entender la democracia como producto que trajo el Rey en una maleta. De hecho, no es casual que se exprese la Constitución como Carta Magna, regia, otorgada, siendo por tanto nuestra democracia no parte de un proceso histórico impulsado por la lucha de clases, sino algo graciable que se nos legó por el Rey y más allá por el franquismo, que tuvo la amarga pero necesaria tarea de hacer una guerra para detener a la amenaza roja. Así se expresa en cientos de libros de gran tirada, así se narra desde algunas tertulias, así lo entiende parte del arco parlamentario.

Este revisionismo es el elemento clave para entender los planes para el futuro inmediato. Si la democracia no fue más que un resultado del franquismo, entonces en nuestra democracia sobra la izquierda, incluso aquella que redactó el pacto constitucional. Si el rey no es tan sólo un cargo que ostenta la jefatura del Estado, sino que la Corona es en sí misma lo que da legitimidad a nuestro régimen, entonces cualquier otro régimen resultante apoyado por la corona es igual de lícito. Si España no son sus ciudadanos, sino algo que se sitúa intangible por encima de ellos, entonces cualquier otra forma política que se diga heredera de ese destino espiritual es, más que legal, necesaria. Completen la línea de puntos entre lo que ya expresan buena parte de las derechas y obtendrán la imagen resultante. Esto no es una broma y por aquí no nos cansamos de alertar sobre la amenaza.

Si bien este proyecto de involución reaccionaria hubiera sucedido de todas formas, lo hubiera tenido algo más difícil si la izquierda no hubiera dejado tal autopista de legitimidad al situarse, la pasada década, en las antípodas de lo que hoy se pretende destruir. El debate quedó pendiente, los militantes huérfanos de qué pensar, ¿estamos entonces sólo a favor del 78 cuando le vemos las orejas al lobo? Lo cierto es que es necesaria una cuarta visión de la Constitución no sólo porque haya que plantar cara a la ultraderecha, sino sobre todo como una oportunidad para encarar el liderazgo del igualitarismo en Europa, algo que sólo se puede hacer desde lo institucional, justo desde aquel aparato resultante de 1978.

Y para que esta cuarta visión tenga arraigo es necesario contarnos la historia de una manera completa. Lo importante no es la balanza de qué es lo que se consiguió y qué es lo que se cedió en la Transición, sino entender que esta hubiera resultado completamente inviable sin las movilizaciones obreras surgidas contra la dictadura, encabezadas por CCOO y el PCE, que sobre todo a partir de 1972 fueron derrumbando el aparato franquista en el contexto interno e internacional. Sin acontecimientos como el Proceso 1001 o las huelgas de Vigo, la muerte de Franco no hubiera sido más que un episodio sucesorio donde se hubiera podido configurar la dictadura en algo diferente, presentable a los ojos de Washington, con una jefatura del Estado monárquico con capacidades legislativas y ejecutivas, un sistema de partidos bajo estricta vigilancia y un poder Judicial como resguardo de las esencias. Sin irnos más lejos lo que hoy puede ser Marruecos. Sin irnos más lejos en lo que pretenden convertirnos los ultras.

De ahí que se produjera la matanza de Atocha de 1977, no como una venganza o un acto iracundo, último estertor del franquismo, sino como una herramienta que pretendió desatar la violencia política generalizada e impedir a la izquierda, por tanto, ser parte constructiva en la Constitución. No sólo no tenían todo atado, sino que la parte más aperturista del franquismo y la Corona se vieron obligados a negociar por una correlación de fuerzas que les era desfavorable y que emanaba de cada comité de empresa en manos de los comunistas. No se resta valor y audacia a personajes como Suárez o el propio Juan Carlos, sí se afirma que, más allá de sus deseos, estos no hubieran valido de nada frente al búnker franquista que se resquebrajó a causa de la organización política de la clase trabajadora.

Entonces, el método por el que millones de personas optaron por ser protagonistas históricos no fue sólo la apelación a una democracia en abstracto, sino unir ese impulso a los derechos civiles y laborales, dar cuerpo concreto a una aspiración para hacerla inmediata. Si hoy se quiere frenar el intento de involución el método tiene que ser el mismo. La cuarta visión sobre la Constitución debe desarrollar un sistema igualitarista donde la factura de la luz no suponga un descalabro o comprar una casa sea una hazaña imposible. Sólo desde lo prosaico se construye lo glorioso, sólo desde lo urgente se da cuerpo a lo permanente. Si la izquierda se empeña en quedarse fuera de lo que ella misma construyó, no podrá hacerlo evolucionar, tan sólo entretenerse con teorizar su superación mientras que otros, con el poder y los métodos adecuados, lo acabarán derrumbando por completo. Esta vez conviene no equivocarse.

La posición política en torno a la Constitución es clave para entender no sólo el tiempo que fue sino el que queda por venir. Más sobre todo en un momento en que nuestro país se enfrenta a una notable amenaza, el proceso de involución reaccionaria, pero también a una brillante oportunidad, colocarse a la vanguardia europea de la reconstrucción igualitaria. Quien maneje de forma exitosa la narrativa en torno a la Constitución, quien sea capaz de movilizar la potencia material de algunos de sus artículos, podrá decantar la balanza por una de las dos opciones. El tiempo de esta confrontación será breve, modulado por las citas electorales que quedan por venir, pero con una dinámica propia que afectará a las claves de la próxima legislatura. Sus efectos, sin embargo, serán prolongados: nos jugamos la situación sobre toda una generación.

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