Reformar el trabajo, pero reformar también la frustración

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El éxito de una ley se mide por su capacidad de convertirse en política útil, es decir, afectar de forma significativa a la vida de la gente. No son raras, por desgracia, las legislaciones que se aprueban con gran ceremonia pero que luego son incapaces de desarrollar su efecto. Las causas suelen ser varias: un mal encaje en la función pública, que contengan más literatura en su preámbulo que un articulado efectivo o que se hagan de espaldas al contexto socioeconómico real. Bajo estas premisas la reforma laboral de 2012 fue un éxito rotundo ya que consiguió lo que buscaba: precarizar el mercado de trabajo y restar poder de negociación a los sindicatos. Se profundizó en un modelo neoliberal donde el trabajo es un bien especulativo más, susceptible de servir a las empresas mediante el despido como vía de escape a su mala gestión, donde las relaciones son individuales, no colectivas y donde España se adaptó al papel subsidiario que se pensó desde la UE. Aumentó la temporalidad, cayeron los sueldos y hubo miles de despidos.

La nueva legislación laboral de 2021 es un giro de tendencia no sólo respecto a la de 2012, sino a décadas en que la palabra reforma no era más que un eufemismo para desequilibrar el conflicto capital-trabajo hacia el primero. Había intereses económicos en juego, pero también un proyecto de involución consciente de que la clave para el avance de la derecha era ese, que junto con la vivienda y el empobrecimiento de los servicios públicos han sido las puntas de lanza para construir una contexto donde el individualismo reaccionario pudiera echar raíces. 

Variar esta inercia reaccionaria y neoliberal, no con narrativas sino con hechos, es la primera victoria indiscutible de la reforma del 2021. Por tres motivos concretos: los convenios colectivos sectoriales se refuerzan sobre los de empresa, se ataca la temporalidad considerando a todos los contratos indefinidos, encausando las excepciones eventuales en forma y sobre todo tiempo, de 4 años a seis meses, y se limita el despido adaptando los ERTE al contexto post-pandemia. Sabemos ya que se ha destruido tan sólo un tercio del empleo en la crisis covid que en la Gran Recesión. Sabemos que se han convertido en fijos centenares de miles de contratos temporales. Sabemos que el SMI ha aumentado sin destruirse empleo. 

El jueves 23, el día que conocimos el acuerdo, Marhuenda, director de La Razón, llamó a Garamendi marqués de la sumisión, dócil, ministro del Gobierno social comunista, calificando de humillación a los empresarios la firma del acuerdo. La derecha más inteligente, sin embargo, maniobró a tiempo durante el fin de semana para lanzar un mensaje opuesto, con el deseo de que la percepción social sea la de que la nueva reforma de 2021 es continuista de la del 2012, cuando se sitúa en sus antípodas. La razón es sencilla: esta reforma es importante porque si consigue sus objetivos será algo más que una buena ley, será la constatación de que otro modelo laboral es posible, uno que empieza a ser una necesidad de época para la propia estabilidad democrática. La derecha sabe que hay algo peor que perder: reconocerlo.

El golpe para Casado de un acuerdo con la firma de la CEOE ha sido muy fuerte, ya que visualiza que la tradicional influencia del PP sobre los empresarios es decreciente. Pero también es un golpe para Vox, que tendrá más difícil colar desde su populismo obrerista hasta su discurso deslegitimador. También de ahí que haya que minusvalorar esta reforma desde la derecha, obviando el hecho de que la CEOE llegó al final muy dividida, con Madrid, Barcelona, Asaja y la automoción en contra: en la reforma de la subcontratación y del contrato fijo-discontinuo estaba la clave para este conflicto interno entre los empresarios. Teniendo en cuenta las primeras reacciones furibundas poco calculadas, teniendo en cuenta una inédita situación de ruptura dentro de la patronal, es muy difícil mantener que esta reforma es tan sólo cosmética respecto a la del 2012.

Pero además de evitar que se visualice el posible éxito de este giro en lo laboral, además de tener que maquillar el golpe para la derecha, existe un tercer factor: hay que dañar la creciente legitimidad sindical y, evidentemente, a la propia Yolanda Díaz, a un proyecto que cuenta con la centralidad del trabajo como piedra angular. Desde el Ministerio eran conocedores desde mayo, cuando la realidad del protagonismo creciente de Díaz pasó a ser liderazgo in pectore, que eso complicaría la negociación, como se comprobó en octubre con el affair del correo electrónico de Calviño. Este lunes 27, Von der Leyen ha anunciado que el primer pago de los 10.000 millones de euros del plan Next Generation estaba en camino: “Felicitaciones para España”. La nueva reforma laboral era la última clave.

No es raro, por estas razones, que la derecha, más empresarial que política, más la del sushi que la del asador, mantenga esta postura tan ambigua. Tampoco que la izquierda extraparlamentaria así como otros sindicatos en competencia opinen que esta reforma ha resultado insuficiente, atendiendo más a lo que queda pendiente, como si esto fuese un punto y final, que a lo que se ha conseguido. Postura que no tiene en cuenta ni el contexto pandémico donde han tenido lugar las negociaciones, ni el apreciable cambio de una inercia de décadas. Cada uno es libre de transformar una victoria en una derrota, sobre todo cuando luego no tiene que gestionar el desánimo.

No se dice la verdad cuando se afirma que los convenios de empresa siguen primando sobre los sectoriales, cuando el salario vuelve a depender de los segundos. Se ha puesto el ejemplo de las camareras de piso para decir que esta reforma las deja fuera, algo que es directamente falso. Es indudable que mejorarán sus condiciones al modificarse el artículo 84.2 de forma que se impide que las empresas fijen sus condiciones salariales por debajo del convenio sectorial ¿Mejorarían aún más al poder acogerse al convenio de la empresa donde se presta el servicio? Puede que sí o puede que no si se trata de un hotel de pequeño tamaño. En otras actividades subcontratadas, como los servicios informáticos, suele ser más beneficioso su convenio sectorial que el de las empresas a las que se presta el servicio. La realidad laboral es más compleja que la de una imagen parcial. Una ley no se hace a golpe de titulares.

Algo parecido sucede con la indemnización por despido. Claro que hubiera sido deseable volver a los 45 días, sin obviar que el golpe a la temporalidad de esta reforma, el aumento del SMI, la mayor labor de la inspección de Trabajo y la adecuación de los ERTE lo que acarrea es encarecer el despido por la puerta de atrás, pero sobre todo evitar que este se produzca como respuesta a una crisis. Quien califique esta reforma de fracaso deberá explicar su postura a los trabajadores que no queden desprotegidos al terminar su convenio, a los que dejen de encadenar contratos por obra y servicio, a los que se beneficien de los nuevos contratos de formación o a las empresas que reciban sanciones por cada contratación fraudulenta. 

Pero lo realmente llamativo no es que se califique la reforma de insuficiente, que se utilicen argumentos tan endebles como que la CEOE haya participado en el acuerdo, que no se tenga en cuenta el contexto donde se ha producido, ni que se obvien los réditos políticos de situarse como alternativa al Gobierno desde el “todo mal”. Lo preocupante es que una parte de la izquierda no sepa ver el cambio de rumbo que supone esta reforma y, más que decepción, exprese hostilidad. Una pasada de frenada que refleja un fenómeno de frustración generacional más que una posición ideológica. Uno que se da de forma más notable en el entorno digital, como ya comentábamos la pasada semana respecto a los análisis sobre la victoria progresista en Chile.

Lo preocupante es que una parte de la izquierda no sepa ver el cambio de rumbo que supone esta reforma y, más que decepción, exprese hostilidad

De calificar la reforma de insuficiente, con sus elipsis intencionadas en el análisis, se pasa a tacharla de derrota y de ahí a dar rienda suelta a un reguero de calificativos como traición, migajas y mentiras que acaban en el mismo punto que maneja la derecha: esta reforma es la misma que la de 2012. La sensación es que han dado igual los resultados concretos de la nueva legislación laboral porque se estaba esperando el acuerdo con la cachiporra escondida en la espalda. La pasada década ha dejado tantos cadáveres por el camino, cuitas no resueltas y explicaciones a medias que lo que se revela es una pulsión destructiva que ilegitima cualquier avance: "Si todo está mal mi derrota personal cobra sentido". 

Más allá de la hipótesis de la frustración, la consecuencia, hay que buscar las causas. La izquierda social estaba acostumbrada a ser siempre oposición, careciendo de medida real de lo que es estar en el Gobierno de un país: ¿Cómo reacciona un grupo que se mueve en el mito de la derrota y la resistencia cuando enfrentan una victoria? Si esto es un fenómeno de largo plazo, uno de ochenta años, hay otro en corto que convendría destacar. Unidas Podemos no ha sabido pasar, más que de la oposición al Gobierno, del momento impugnador de la anterior década a asumir su papel de transformación real, uno inédito y quizá irrepetible. Su génesis se acompañó de una retórica que se basaba más en la idea de cambio que en cambios concretos, qué hacer y cómo hacerlo, lo que parece haber desconcertado a algunos de sus simpatizantes. Mal asunto cuando en un Gobierno dedicas más tiempo a defenderte de los sapos que en explicar tus logros, peor si no eres capaz de transmitir la idea de ser protagonistas de una nueva época que quizá ni siquiera tú mismo has asumido.

Este extraño revuelo en torno a la reforma laboral realmente viene inducido por los que consideran que este Gobierno es una derrota para la mitología construida en torno al 15M, aquella que daba por acabado precisamente al trabajo como eje de la izquierda: en política ninguna antipatía suele ser casual. Nuestro momento merece menos nostalgia y más hechos, entender que aquel quinquenio del descontento, 2010-2014, abrió las puertas a una nueva etapa, indisolublemente unida a la pandemia y sus consecuencias, que comienza ahora. Esta reforma laboral no es el fin de nada, sino el principio en la búsqueda de un nuevo contrato social para un país mucho más amplio que el sujeto que enarbola la frustración coincidiendo con la campaña de la derecha. Un país que hoy requiere de asideros firmes y de política útil más que de eslóganes imaginativos, discusiones teóricas bizarras y cambios que nunca acaban de materializarse. Insisto: la España de 2011 no es la de 2021. Hay amenazas que no convendría tomarse a broma. Hay trenes que no pasan dos veces.

El éxito de una ley se mide por su capacidad de convertirse en política útil, es decir, afectar de forma significativa a la vida de la gente. No son raras, por desgracia, las legislaciones que se aprueban con gran ceremonia pero que luego son incapaces de desarrollar su efecto. Las causas suelen ser varias: un mal encaje en la función pública, que contengan más literatura en su preámbulo que un articulado efectivo o que se hagan de espaldas al contexto socioeconómico real. Bajo estas premisas la reforma laboral de 2012 fue un éxito rotundo ya que consiguió lo que buscaba: precarizar el mercado de trabajo y restar poder de negociación a los sindicatos. Se profundizó en un modelo neoliberal donde el trabajo es un bien especulativo más, susceptible de servir a las empresas mediante el despido como vía de escape a su mala gestión, donde las relaciones son individuales, no colectivas y donde España se adaptó al papel subsidiario que se pensó desde la UE. Aumentó la temporalidad, cayeron los sueldos y hubo miles de despidos.

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