Los grandes empresarios agrupados en la CEOE saben, o deberían saber, que la actual situación de congelación salarial no es soportable por mucho más tiempo. También que se está retrasando lo indecible un acuerdo marco que permita fijar convenios sin necesidad de llegar a un escenario de conflictividad que nadie desea pero que puede producirse. Saben, además, que algunas grandes corporaciones están ganando mucho dinero, de una forma muy particular, de ahí que se nieguen al observatorio de beneficios empresariales. Si la guerra de Ucrania, también algunas circunstancias del rebote post-covid, encarecieron la energía y determinadas materias primas, una intervención pública decidida, la excepción ibérica, atajó el problema en el peor momento. Los precios subieron como un cohete, pero bajan como una pluma.
El esfuerzo de la crisis inflacionaria se cargó sobre los salarios, no sobre unos márgenes empresariales disparados, lo que ha provocado que la capacidad de ahorro se pueda retraer. Con menos consumo hay menos negocio, con menos negocio se pone en peligro la buena marcha del país: la avaricia rompe el saco. Hay, por tanto, un elemento de lucro a la hora de retrasar la subida de sueldos. Pero no sólo. Si la CEOE fuera la misma del principio de la legislatura, el acuerdo ya se habría alcanzado. A Antonio Garamendi le montaron una lista alternativa en sus elecciones, que sirvió como aviso de lo que se esperaba de él en su nuevo ejercicio. Así, el líder empresarial pasó de mirar por los intereses de las grandes marcas a mirar también por los intereses de Alberto Núñez Feijóo: que el Gobierno no se pueda apuntar un tanto más.
El esfuerzo de la crisis inflacionaria se cargó sobre los salarios, no sobre unos márgenes empresariales disparados, lo que ha provocado que la capacidad de ahorro se pueda retraer
La cuestión es que, además de beneficios y electoralismo, hay otra razón que explica que a esta legislatura se la haya querido dar carpetazo de manera abrupta en demasiadas ocasiones por métodos poco confesables, que ahora no se quieran subir los sueldos por lo que eso significa. Hay que evitar a toda costa que el ciudadano una la línea de puntos y obtenga una imagen general de lo que ha sucedido desde el 2020 en adelante, que algunos, sin demasiado éxito, le quisimos otorgar un espíritu similar al de 1945, ese que, salvando las distancias, instituyó el Estado del bienestar en Europa. La idea no hizo muchos amigos, tampoco en un sector de la izquierda que necesitaba que todo saliera mal antes incluso de echar a andar. A estos no les animaba el beneficio, tan sólo la frustración que prefiere una derrota ortodoxa a un paso en la buena senda.
Algo ha cambiado en estos años. Algo que se nos dijo que era imposible e indeseable. Si en la Gran Recesión se intentó recuperar la competitividad en base a reducir los costes laborales, facilitando el despido, precarizando la contratación y empobreciendo a la sociedad en su conjunto, en esta sucesión de desastres con la que nos hemos topado, se optó por un camino bien diferente. Tres hitos. Reducir la temporalidad a límites no registrados gracias a la reforma laboral. Nacionalizar los sueldos de millones de empleados con los ERTE y así salvar el tejido productivo. Subir el SMI un 47%. Se predijo el apocalipsis, tantas veces que llegó a resultar tragicómico. La realidad es que tenemos más de 20 millones de cotizantes a la Seguridad Social y el trabajo es un motor esencial en nuestra economía.
A su vez, los ingresos de algunos ciudadanos se han visto incrementados: allí donde se ha tenido capacidad de intervenir directamente. Los dos millones de beneficiados por el salario mínimo. Los tres millones de empleados públicos. Los diez millones de pensionistas. Y otros cuantos millones de trabajadores que han visto no desplomarse su capacidad adquisitiva gracias a subidas en torno al 5% de media allí donde la fuerza de su sindicación ha permitido que los convenios sean imposibles de no firmar. Todo esto son resultados tangibles difíciles de negar en la práctica. La iniciativa pública funciona. Los sindicatos funcionan. Un impulso igualitarista recorre España y funciona. Hagamos por tanto que nadie se entere, para que no se establezcan causas y consecuencias, para que no se conozca a sus protagonistas, para que sobre todo no se sepa que existen otras ideas.
Es aquí donde se halla la batalla política crucial de nuestro momento. Es aquí donde se juega que la ciudadanía saque conclusiones. Es aquí donde sería imprescindible que cualquier fuerza de izquierdas empujara con todo lo que tiene. En la necesidad ineludible de que se conozca que existe una manera exitosa, más justa y estable no sólo de salir de las crisis, sino de conducir la economía de todo un país. Es sobre este particular, no sobre la última zarandaja de Ayuso, la enésima conspiranoia de Vox, el que debería despertar el voto en las siguientes elecciones: si lo que se quiere es el antiguo modelo del sálvese quien pueda o si se prefiere el nuevo laborismo español. Alguien me decía que la economía no mueve la simpatía electoral de la gente y puede que tuviera razón a medias. Lo que no moviliza es el dato en frío, lo que sí puede movilizar es la narración épica de la idea.
Pónganle un nombre, el que quieran, pero pónganle un nombre y den la idea a conocer. Sobre lo que se ha hecho y sobre lo que puede hacerse. El igualitarismo que se ha desarrollado en España en esta última legislatura es aún una gota en un océano neoliberal encrespado y confuso. Pero ya es. Y esto no ha pasado desapercibido en una Europa que hasta ahora sólo ha encontrado viejas recetas e ira populista. Hay unos cuantos interesados en que no se conozca, en que no se convierta en tendencia, en que no acabe de arraigar. Para evitar que cunda el ejemplo. Lo que tenemos por delante es clave porque estamos en un momento de cambio productivo en el que la automatización y lo energético van a variar nuestras sociedades de arriba a abajo. No se trata sólo de redistribuir, se trata de pilotar una transición que sentará las bases de las siguientes décadas.
La reindustrialización en estos nuevos términos es no sólo posible sino necesaria. Y España no está esta vez mal situada en los puestos de salida. Hay potencialidad para dejar de ser periferia y tomar un papel protagónico, no sólo en la esfera productiva internacional sino también ideológica. Enseñar que las cosas se pueden hacer de manera diferente: la justicia social es estabilidad. Este es el resumen del escenario pasado, presente y futuro en dos páginas. Este es el campo de posibilidades. Esto es lo que la reacción regresista trata de evitar a toda costa.
Los grandes empresarios agrupados en la CEOE saben, o deberían saber, que la actual situación de congelación salarial no es soportable por mucho más tiempo. También que se está retrasando lo indecible un acuerdo marco que permita fijar convenios sin necesidad de llegar a un escenario de conflictividad que nadie desea pero que puede producirse. Saben, además, que algunas grandes corporaciones están ganando mucho dinero, de una forma muy particular, de ahí que se nieguen al observatorio de beneficios empresariales. Si la guerra de Ucrania, también algunas circunstancias del rebote post-covid, encarecieron la energía y determinadas materias primas, una intervención pública decidida, la excepción ibérica, atajó el problema en el peor momento. Los precios subieron como un cohete, pero bajan como una pluma.