Cuando se profundiza en los problemas más graves del planeta —pobreza, hambre, guerra, machismo, desempleo, intolerancia, corrupción…— y se buscan soluciones se llega a la conclusión de que la clave de todo es la educación, el motor que lo puede cambiar todo. La educación es la gran batalla. No importa qué religión, qué gobierno, sea democrático o dictatorial, todos tratan de controlar el proceso de producción de ciudadanos, decidir qué se enseña, qué se piensa. Es la educación como castración. Educamos a niños y niñas para un mundo que aún no sabemos cómo va a ser.
Resulta sencillo ver el integrismo de los talibanes afganos y el de los bárbaros en el norte de Pakistán, también en las zonas controladas por el Estado Islámico en Siria e Irak. La barbarie de los otros siempre parece más barbarie que la nuestra. La de cuello blanco parece tan natural que algunos creen que es legal.
El objetivo debería ser permitir el desarrollo de ciudadanos libres y capaces. Dos de los modelos opuestos y que funcionan son el hipercompetitivo surcoreano y el finlandés, más cerca de la ruptura que de la tradición.
Los integristas islámicos imponen una educación para varones; a las niñas se les permite acudir a la primaria, y no siempre, pero no a la secundaria. El aprendizaje en las madrasas resulta agotador: años memorizando el libro sagrado como si en la repetición de lo que no se discute estuviera la salvación eterna. Así se protegen en todas las religiones los intérpretes de la palabras divina, los sacerdotes, rabinos e imanes, así logran que su autoridad jamás sea criticada. Sería un desafío a dios. Son estos mismos valores los que se enseñan en las escuelas islámicas en Europa. Este fue el reportaje de Panorama (BBC). No todo el mundo musulmán comparte esta visión.
Aunque la religión es un instrumento de poder y control, a muchas personas les sirve de guía en la vida, les ayuda a saber cuál es el camino; la religión les hace mejores. Un buen libro para profundizar en este asunto:Tratado de Ateología del pensador francés Michael Onfray. Les recomiendo sobre todo las primeras páginas, en las que narra la historia de un hombre pío y analfabeto que teme no llegar al paraíso porque un día atropelló a un chacal en el desierto frente a la de unos jóvenes ilustrados que creen que al estrellar dos aviones contra las Torres Gemelas tendrán acceso a las célebres huríes. El problema no es el libro ni la raza ni los apellidos; el problema son las personas. Y a las personas se las educa o se las fanatiza.
La tradición empuja a las niñas a las labores domésticas y a matrimonios pactados cuando son preadolescentes. La educación les hace perder valor en el proceso de compra-venta. En Sudán del Sur, un país de mayoría cristiana y animista, nada que ver pues con el Islam, la unidad de pago en los matrimonios acordados son vacas. Las niñas que han ido a la escuela valen menos que las ignorantes. Se supone que la educación las hace levantiscas, difíciles de domar.
En la Europa medieval, la educación cristiana no distaba tanto de la que se imparte hoy en Afganistán y Pakistán. El motor de la radicalidad es el mismo. Son las luces de la Ilustración y la Revolución francesa los factores que rompen la correlación de fuerzas. Pese a los grandes cambios, la escuela sigue siendo un elemento de batalla entre la Iglesia católica y el poder político, más en los países del Sur de Europa y en los países latinoamericanos. En España, el PP considera adoctrinamiento dejar de adoctrinar.
¿Cómo debería ser la escuela? ¿Un espacio para aprender el saber científico, los hechos demostrados, para aprender a pensar y ser mejores ciudadanos? ¿Un lugar para desarrollar la creatividad y ser felices? Les recomiendo esta divertida charla de Ken Robinson: Do schools kill creativity? Está subtitulada.
En Francia se apuesta por una educación en la que se enseña a relacionar asuntos complejos para alcanzar un punto de vista propio. Es célebre el examen con una única pregunta: ¿Conduce la lucidez al pesimismo? No basta un sí o un no, lo que se pretende es que el alumno empiece por exponer las razones opuestas a las que él defiende y después sepa desmontarlas con inteligencia y rigor. Fue un examen de cinco horas. Pero no es oro todo lo que reluce.
En España aún apostamos por la memoria. Cambiamos versos sagrados por la lista de los Reyes Godos, los ríos o cualquier otra lista inútil. Hemos mejorado, sí, pero en el fondo no tanto. Es un problema de inversión.
La cuestión es para qué educamos: para crear ciudadanos competentes y casi seguro críticos, que demanden de sus autoridades eficacia, respeto a la ley y honestidad, o ciudadanos adormilados, sin iniciativa, consumidores de televisión basura o de prensa basura. No se educa para ser libres.
Este documental, La educación prohibida, es muy bueno, merece la pena. Plantea todos los debates de fondo que deberíamos resolver.
Hubo intentos en Europa, sobre todo en el Reino Unido, de alcanzar una educación alternativa a la tradicional. Educar en libertad. Está el célebre experimento de Neill en Summerhill y la escuela experimental de John Ord y Bill Murphy, que esta semana rescataba la BBC en un largo reportaje. Eran años hippies, de LSD, psicodelia y sueños revolucionarios. No funcionaron, pero el reto sigue vivo: atreverse a educar. Educar en libertad es el arma que cambiaría el mundo, que sembraría la paz.
Cuando se profundiza en los problemas más graves del planeta —pobreza, hambre, guerra, machismo, desempleo, intolerancia, corrupción…— y se buscan soluciones se llega a la conclusión de que la clave de todo es la educación, el motor que lo puede cambiar todo. La educación es la gran batalla. No importa qué religión, qué gobierno, sea democrático o dictatorial, todos tratan de controlar el proceso de producción de ciudadanos, decidir qué se enseña, qué se piensa. Es la educación como castración. Educamos a niños y niñas para un mundo que aún no sabemos cómo va a ser.