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Un papa que gusta a los gais

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Estoy fascinado con el papa Francisco. Lo mío tiene rareza porque me considero ateo, víctima del nacional-catolicismo que imperó en España, e impera por otros medios y disfraces. Los ateos suelen ser personas muy preocupadas por Dios, al menos por las consecuencias palmarias de su ausencia.

No soy el único en pecado mortal de contradicción. La revista The Advocate acaba de elegir a Francisco personaje del año. Lo es por sus declaraciones sobre los gais a bordo del avión papal a su regreso de Brasil. No dijo nada extraordinario, solo se preguntó quién era él para criticar. Un giro copernicano.

 

La periodista Leila Guerriero sostiene que todo es artificio, pose, una manera de vestir la doctrina de siempre con un lenguaje y unos gestos más digeribles. Afirma que los cardenales que le eligieron sabían perfectamente lo que hacían y lo que buscaban. No hay saltos al vacío. Puede ser que Guerriero esté en lo cierto; tiene más experiencia en el día a día de Bergoglio en la época de la dictadura y en sus guerras con el peronismo de los Kirchner. Les une, además, la argentinidad. El tiempo dirá cuánto hay de crítica verdadera y cuánto de propaganda.

En defensa de este papa podemos esgrimir que la extrema derecha estadounidense le odia; ya se sabe: todo lo que es malo para la extrema derecha de cualquier país es bueno para la humanidad. Rush Limbaugh, una de las estrellas radiofónicas de ese entramado, le acusa de marxista. En eso, Francisco está igual que Barack Obama, otro peligroso bolchevique. Varias organizaciones católicas de EEUU han salido de inmediato en defensa del Papa.

Lo cierto es que este papa dice cosas que no son nada habituales en los papas. La Nación recoge aquí algunas de sus medidas y frases más llamativas, por no caer en sinónimos exagerados y prematuros. Son frecuentes sus críticas a la curia, a los sacerdotes pederastas, al Banco Vaticano y al manejo cotidiano de los asuntos eclesiales. Se queja, sobre todo, de la enorme distancia entre los obispos y los fieles. También es reiterado sus ataque a la cultura del dinero, de la corrupción en que participan muchos empresarios y líderes políticos que se declaran católicos.

Recuerdo vagamente a Juan XXIII: parecía un santo disfrazado de pontífice romano. Mis papas con uso de razón son cuatro: Pablo VI, quien llegó como progresista por su antifranquismo y resultó un conservador dubitativo, casi atormentado. Juan Pablo I, quien esbozó en su brevísima presencia algunas de las preocupaciones que ahora parece ahondar Francisco: la contradicción entre la opulencia y el boato de la Iglesia y su mensaje de pobreza. Juan Pablo II fue una estrella de rock capaz de llenar estadios sin darse cuenta del vacío de las iglesias. El último, el papa emérito Benedicto XVI, un intelectual brillante, pero anclado en la Edad Media.

Francisco tiene 78, un año más de los que tenía Juan XXIII cuando fue elegido. Ambos tienen en común su decisión de poner la Iglesia al día. Juan XXIII arrancó el Concilio Vaticano II, que no pudo seguir hasta el final pues falleció ocho meses después de su inauguración, en 1968. Juan Pablo II y el cardenal Ratzinger lo vaciaron de contenido, dejando ese legado en palabras vacías. Una de las víctimas de la destrucción fue la Teología de la Liberación. Francisco y Juan XXIII también tienen en común la imagen de párroco, de hombre humilde alejado de los centros del poder.

Francisco no ha convocado un Concilio, pero sí ha puesto en marcha cambios en la jerarquía y en la estructura que pueden tener más impacto. Se trata de asegurarse un cambio de rumbo sostenible. Para eso necesita otro tipo de obispos y cardenales, sobre todo de cardenales electores, que serán los que elijan a su sucesor. El nuevo numero dos es Pietro Parolin, otra declaración de intenciones .

Más recientemente, esta misma semana, ha sacado a varios conservadores de la Congregación de Obispos, entre ellos el estadounidense Raymond Burke y el españolísimo Rouco Varela, que anda en horas bajísimas. Esta Congregación es la encargada de los nombramientos. Es una de las claves de este papado.

Los expertos suelen hablar de dos 'partidos' dentro de la Iglesia: los biblistas y los dogmáticos, si nos referimos a las especialidades teológicas. Pero hay más divisiones, me cuenta un amigo exmisionero: moralistas, canonistas, etc. Se considera que los biblistas son más progresistas porque consideran que todo lo que no está en el Libro Sagrado es interpretación posterior y, por lo tanto, discutible y revisable. Hablamos, por ejemplo, del celibato, del sacerdocio femenino.

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Ignoro si el cardenal Bergoglio está entre ellos, pero sí es cierto que su cabeza visible, el cardenal Carlo Maria Martini, le apoyó para que fuera el sucesor de Juan Pablo II. Martini, ya fallecido, era el patriarca de los estudiosos de la Biblia.

¿Y nuestro cardenal Rouco Varela? Es un dogmático y un moralista, muy en la línea de Ratzinger, con quien ha podido conversar todos estos años en alemán, lengua que habla perfectamente. Rouco es ahora una rémora. Su sustitución al frente de la Conferencia Episcopal Española es clave. Lo es para los cristianos, para este Gobierno que presumen de misa y misal y para los ateos.

Una Iglesia más social, más cercana al sufrimiento, al paro, a los desahucios; más crítica con los banqueros y poderosos podría ayudar a oxigenar este país. Quizá sea inocente pensar así. No es que un hombre tenga la solución, pero este Papa sí tiene el poder, y al parecer la energía y la claridad, para poner en marcha un mecanismo, una cadena de cambios pequeños, que pueden ser decisivos en la Iglesia del XXI. Si nosotros nos jugamos tener aliados, predicadores que hablen el mismo idioma de la calle, ellos, la Iglesia, se juegan su futuro, evitar caer en la irrelevancia, convertirse en una fortaleza que emite decretos que nadie escucha y nadie sigue.

Estoy fascinado con el papa Francisco. Lo mío tiene rareza porque me considero ateo, víctima del nacional-catolicismo que imperó en España, e impera por otros medios y disfraces. Los ateos suelen ser personas muy preocupadas por Dios, al menos por las consecuencias palmarias de su ausencia.

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