Nacido en los 50
Que se imponga la ley
En los tiempos que corren muchas personas olvidan que no se es español por el mero hecho de haber nacido en España y portar un carnet de identidad. Eso sería muy sencillo. Ser español implica mucho más. Si como decía José Antonio Primo de Rivera el hombre es “portador de valores eternos” y el español, además, “una unidad de destino en lo universal”, sería mejor no indagar en esos valores que nos distinguen de los demás, ni qué parte de ese legado universal ha sido destinada a nuestro pueblo que le hace diferente al resto.
Tal vez seamos una base de reciclaje de lo chungo.
Durante generaciones la derecha de este país cuyo nombre no pronuncio porque llevo de luto mucho tiempo, concretamente desde que he comprobado por reiteración la catadura de una masa votante que elige a ladrones a sabiendas, la derecha, decía, se siente orgullosa de que su patria sea diferente. La reserva moral de Occidente. Así la definían los que carecían de ella y explotaron en exclusiva el privilegio que otorgaba el poder de las armas para saquear las arcas del Estado. Este ha sido un país muy desgraciado, castigado por la rapiña y la crueldad de la clase dirigente, siempre asociada a una burguesía cateta, inculta y despiadada, que legitimada por la bendición dominical que otorga la jerarquía eclesiástica, se encuentra a sus anchas rebozándose en el barro.
Ahora surge un movimiento independentista en Cataluña producto de la negación por parte de esa derecha cerril de una reforma del Estatuto de autonomía, de un encaje mejor en las estructuras del Estado, y gritan los inmovilistas reaccionarios que se imponga la ley.
No fue la negación de la derecha cerril sino una sentencia del Tribunal Constitucional la que tumbó dicha reforma, dirán los amigos de los matices y la precisión en el lenguaje, que no son tan minuciosos a la hora de analizar cómo se forma ese tribunal, cómo se imponen los nombramientos, cómo se sabotean los procedimientos de renovación, y cómo se hacen pactos en la oscuridad para colocar a elementos afines. Algunos dirán que no se puede dudar de la independencia de los magistrados. Están en su derecho, como yo en el mío al afirmar que es precisamente esa lucha contra la independencia de los miembros del tribunal la que hace tan complicada la renovación de sus miembros y enconada la lucha por imponer un nombre. ¿A qué vendrían esas peleas que en ocasiones han durado años si la elección de un magistrado u otro fuera intrascendente?
De hecho, para los minuciosos, diré que se ha llegado a nombrar presidente del Tribunal Constitucional a un juez que era militante del Partido Popular, matiz que ocultó a los senadores que componen el filtro de acceso, para recordarles que a diferencia de otros partidos, en los estatutos del PP se hace de obligado cumplimiento seguir las directrices que marca la cúpula de dicho partido.
El caso de la declaración de inconstitucionalidad de la reforma del Estatuto fue el paradigma de la importancia que tiene la composición del tribunal para los que ganan cuando obtienen la victoria en las urnas, y también cuando los votos no les llegan para gobernar. Recordemos que dicha reforma fue votada en el Parlament catalán con 120 votos a favor y solo 15 en contra (los del PP). El PP inició una serie de recursos ante el Constitucional para evitar que se tramitara en el Congreso de los Diputados esta reforma. Mariano Rajoy se echó al monte, cual perroflauta podemita, e inició en Cádiz una recogida de firmas para que la reforma se votara en referéndum en todo el Estado español. Ahí le tenéis, luchando por el referéndum de la cuestión catalana, pero del otro lado. Esa es la diferencia entre legalidad e ilegalidad.
A pesar de todo, el nuevo Estatut se aprobó por mayoría, con algunas correcciones, tanto en el Congreso como en el Senado. Se devolvió a Cataluña, donde fue sometido a referéndum y salió con un voto favorable del 73,9% (aunque la abstención fue del 50,58. El personal prefirió ir a la playa).
El tema catalán estaba encauzado de cara a los que quieren que Cataluña se quede en España, pero había que sacar votos de los “españoles de verdad” a costa de esta región poco afecta a los principios de la Unidad Nacional, y que tan rácana es a la hora de compartir su voto con la derecha españolista de toda la vida. Se inició de nuevo una campaña para sacar rédito de esta defensa de la unidad de la patria en el resto del Estado a costa de los catalanes, dejando vendidos a los que desde allí apostaban por permanecer dentro.
Optaron por la vía de la supresión del Estatut a través del Tribunal Constitucional, pero antes había que garantizarse la mayoría de los votos de sus ponentes. Así, tras una guerra de recusaciones (¿acaso se sospechaba que algunos de los magistrados no eran independientes?), de la que salió despedido Pablo Pérez Tremps (un voto menos), la reforma quedó declarada en parte anticonstitucional tras seis ponencias de sentencia desestimadas. Parecía imposible dar contento de forma unánime a sus señorías.
Este suceso es el paradigma de cómo se puede abolir la que creen los ciudadanos que es la más alta institución en cualquier democracia, el Parlamento que sale de las urnas. El Tribunal Constitucional echó por tierra una norma meramente política aprobada por el Parlamento, el Senado, el Parlament catalán y un referéndum. Es difícil encontrar una expresión popular que cuente con mayor legitimidad democrática. Pues bien, sucedió.
Doce hombres justos se imponen a la voluntad de millones de votantes, la mayoría, si su responsabilidad se lo exige.
El Tribunal Constitucional se orquesta como una supraestructura que puede, y de hecho lo hace, imponerse sobre la voluntad de los ciudadanos libremente expresada en las diferentes elecciones.
¿Nos damos cuenta de la importancia que tiene quién compone este tribunal?
¿Entendemos la trascendencia que tiene que el PSOE haya vuelto a conceder la mayoría de la composición, hace apenas un par de meses, a los llamados conservadores?
¿Podría pensarse que los miembros del tribunal operan al servicio de aquellos que les nombran?
Bueno, pensar es libre, pero habría que matizar, de nuevo los matices, que no necesariamente. Eso sí, nadie explica, vuelvo a insistir, a qué viene esta pelea encarnizada por colocar a los suyos, si es intrascendente. Como somos tontos, nos abstenemos de sacar conclusiones, miramos para otro lado, y a vivir que son dos días en esta balsa democrática que nos proporciona la tutela del Estado de derecho.
Ahora pagamos las consecuencias de pisotear la voluntad del pueblo catalán al que desde la política de la derecha y los medios que maneja, incluidos los públicos, se humilla de forma sistemática.
Se exige que se imponga la ley.
¿Qué ley? ¿La que fabrica Fernández Díaz en su despacho en comandita con fiscales para perseguir desde los tribunales a los rivales políticos? ¿La que se pisotea en nuestras fronteras a diario en algunos casos con resultado de muerte? ¿La que amenaza y extorsiona a los servidores de la Justicia sin que la autoridad intervenga? ¿La que sanciona y traslada a los miembros de la judicatura que persiguen la corrupción? ¿La que indulta a los corruptos por decisiones del Consejo de Ministros pisoteando las sentencias de los tribunales? ¿La que nombra para los altos cargos de la judicatura, en algún caso saltándose hasta 1.300 puestos del escalafón, a colegas fiables? ¿La que destruye pruebas para evitar que se haga justicia? ¿La que compensa con cargos en las instituciones y embajadas a los que han sido apartados por corruptos? ¿La que se niega a entregar desde los diferentes ministerios y gobiernos autonómicos la documentación requerida por los jueces? ¿Esa misma ley que se pisotea a diario y hoy, dicen, se hace imprescindible su imposición para la convivencia?
No. Es tarde para que aquellos que intentan poner la ley a su servicio, con mayor o menor fortuna, den gritos a favor de la Justicia para reivindicar el Estado de derecho. En un país donde estas cosas funcionaran, nuestro actual presidente del Gobierno no habría podido ser elegido y su partido se habría disuelto por imperativo legal. Algo parecido a lo que le ha pasado a CiU.
En un proceso de retroalimentación, donde el poder judicial debería controlar al legislativo, se está dando, o ése es el intento descarado, lo contrario. Es un proceso de ida y vuelta. El poder legislativo intenta controlar al judicial para, una vez resuelto ese presunto inconveniente, encargar al poder judicial que, ahora sí, controle al legislativo. O sea, a los otros.
Estamos sumidos en ese bache del que no salimos así pasen los años, donde la división de poderes se convierte en una lucha permanente por la sumisión de poderes.
El partido del Gobierno con ochocientos imputados –sí, los llamaré como me dé la gana, no me gusta “investigados”, investigados somos todos, también los decentes–, a pesar de esa masa delincuente, es un partido de orden, el que dice representar mejor que nadie la Constitución.
Veremos cómo se desarrolla este embrollo en el que nos han metido, pero tiene mala pinta mientras los que eluden la ley a golpe de decreto, traslado, destitución, acotamiento de los periodos de instrucción o asfixia presupuestaria para el normal funcionamiento de las instituciones, se empeñen en esgrimirla como argumento irrefutable, como arma de uso exclusivo para derrocar a los adversarios.
Así funcionan las tiranías, no las democracias, pero parece que hay un gen por ahí que algunos portan de generación en generación y del que no se deshacen porque, la verdad, no les va tan mal.
La cabra tira al monte, el escorpión pica a la rana y los refugiados que huyen para no morir entre las bombas serán expuestos ante la opinión pública como potenciales terroristas por este nuevo orden que ya no se llama fascismo sino libre mercado neoliberal.
Todo es parte de lo mismo.