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La casualidad hace que la misma semana que veo el documental Ciutat Morta aparezca publicado el archivo por parte del juez del pintoresco caso de la expresidenta de la Comunidad de Madrid cuando salió de naja por la Gran Vía madrileña arrollando una moto de los agentes de movilidad que la estaban multando, dejándolos con dos palmos de narices. Dice el juez en su motivada decisión que existe "frontal oposición de las versiones de los denunciantes y denunciada”, bueno, suele suceder, para añadir que la versión de Esperanza Aguirre cuenta con “más apoyos” que la de los denunciantes.

Entendemos, a raíz del resultado, que la versión de la denunciada también cuenta con el apoyo que más importa, el del juez, que da prioridad frente a otras cuestiones a que doña Esperanza no se entera de nada, al derecho al despiste del ciudadano, al derecho a la enajenación absoluta del individuo que le llevaría a comportarse como si de un lactante se tratara, de un alma virginal que desconoce el código de los distintivos que advierten al transeúnte de que está en presencia de la autoridad y de que el respeto a esos elementos es fundamental, no sólo por la consecución de un orden que establecen las leyes y que a esta expresidenta y postulante candidata a la Alcaldía de Madrid también obliga, sino por una mera cuestión de supervivencia: el enfrentamiento con la autoridad competente suele tener consecuencias traumáticas.

Como dice el señor juez que la versión de Esperanza Aguirre cuenta con más apoyos, me llena de estupor pensar que hay una relajación colectiva en cuanto al trato que se debe dispensar a los agentes que le interpelan a uno por la calle. Como señor mayor que se acerca al cambio de dígito y está a punto de colocar un 6 delante de las decenas que definen su edad, permítanme que les dé un consejo: no hagan lo que hizo esta señora si les están denunciando porque se van a comer un hostia como una hogaza de pan blanco de los campos de Zamora “en toa la boca”, así, por lo sencillo. Se lo digo yo que vivo aquí, que no me lo ha contado Spielberg en una película.

Nada más lejos de mi ánimo que prejuzgar la acción de los policías que nos custodian, pero la ley de sucesos estocásticos dice, y cito textualmente: “La probabilidad de que la extremidad superior de un agente impacte en los carrillares del viandante si este se pone chulo mientras está siendo interpelado, es prácticamente 1, y suerte tendrá si le atizan con la mano abierta y el agente no va en grupo porque, en esos casos, se suelen venir arriba”. Quiere decir este axioma que si uno no es Esperanza Aguirre y hace lo que ella hizo, la probabilidad de acabar en el suelo con las manos atrás y un pie en cuello se aproxima a lo que en matemáticas se conoce como “suceso seguro”.

En un acto de condescendencia, tal vez motivado por el color rubio del pelo de la acusada, prejuzga el juez un cierto deterioro de su capacidad intelectual cuando afirma que como quiera que el vehículo de la Policía Municipal durante la persecución de la extravagante aristócrata no llevaba puesta la sirena sino sólo las luces, no comprendió que la estaban dando el alto. Más bien parece, y aquí se entiende lo que quiere decir el señor juez con lo de que la versión de la señora Aguirre cuenta con más apoyos, que el magistrado, como ella, se hacen los tontos porque ambos saben, como todos sabemos, que pasaba de los agentes como de la mierda y que es probable que fuera cantando dentro de su vehículo a voz en grito “Para chulo mi pirulo”, a sabiendas de que no le iba a ocurrir nada.

Quiero decir que el juez no cayó en la cuenta de que a lo mejor el rubio es teñido, que de tonta no tiene un pelo, sabe dónde está, con quién se la juega y que la Justicia “no es independiente del poder político”, como ella se ha encargado de afirmar en relación al Tribunal Constitucional, del que también dice que “de tribunal sólo tiene el nombre”. Se olvida de especificar de qué poder político depende ese tribunal presidido por un militante del Partido Popular. Claro que, si no es capaz de entender que los agentes que la perseguían después de darse a la fuga pretendían que se parase, a lo mejor cree que los jueces, así, en general, están al servicio de Sortu.

También sorprende de cara a la evaluación de los hechos que el juez tenga en cuenta el poco daño que sufrió la moto que derribó Esperanza Aguirre. El juez actúa aquí más como perito de una compañía de seguros que como magistrado, olvidando que lo que está feo es tirar la moto de los agentes independientemente de que en la caída se rompa o no el espejo retrovisor. Podría haber aprovechado su señoría el momento para dar a la prócer de la patria una lección de educación vial y recordarle la obligación de detenerse y bajar del coche para evaluar los daños in situ, como hace todo hijo de vecino, rellenando de paso el parte correspondiente. Se nota que el señor juez no es motero porque no sabe lo que molesta que te tiren la moto y, más aún, que se den a la fuga. Definitivamente el ejemplo de El Vaquilla, que al parecer marcó a la expresidenta, ha hecho mucho daño.

No es la intención de este artículo desvelar al lector que “todavía hay clases”, ya que le supone algo más conectado a la realidad que los protagonistas de esta farsa, pero si ya está mal que esta distinción por clases se dé en lo social, peor lo está que se evidencie también en las salas de los juzgados. No había demasiada experiencia en la materia, pero ahora que estamos viendo a algunos altos cargos pasar por el banquillo, muchos firmarían ser tratados con tal condescendencia por parte de los señores togados. Eso en el terreno de los deseos, en lo pragmático sabemos que si osamos comportarnos de esa manera con los guardias que custodian nuestra ciudad, más nos vale encargar un hornazo relleno con una lima y una prótesis dental, vamos a necesitar ambos.

Decía que este sainete judicial ha coincidido con la visión del documental Ciutat Morta, donde se denuncia la detención arbitraria de unos jóvenes para vengar el ataque a un policía malherido durante un desalojo. Pagaron años de cárcel tras ser condenados por dos veces, también en el recurso al Supremo que duplicó sus penas, y el desgraciado suceso le costó la vida a una joven también condenada que ni siquiera estaba en el lugar de los hechos y no pudo afrontar el sufrimiento.

Si no habían sido ellos, había sido alguien como ellos. Denuncia el documental que ese fue el criterio en el que se basó la condena. Aquí parece dase el caso contrario, alguien como ella, que se ofrece para regenerar la política e imponer la honradez en la gestión, es difícil que sea condenada, aunque el juez se tenga que exponer al ridículo público y poner en cuestión, una vez más, la igualdad de los ciudadanos ante la ley.

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