Siempre me ha fascinado el rio. En lo que tiene de real, de curso de la naturaleza, pero tambien de simbólico: de joven leí a Hesse que Siddharta escuchaba su voz. Tarde mucho en entenderlo, pero ahora sé que habla.
El rio forma parte de nosotros; no somos sin él, es nuestro paisaje vital. Y su ausencia lo hace todo mas dificil. El río otorga y arrebata vida, transporta y brinda energía; también serenidad, sosiego y silencio. Porque es silencio ese murmullo suave del agua que nos invita a la mirada interior, como estrépito mortal e insoportable puede llegar a ser cuando la propia naturaleza o la acción humana lo sacan de sus cauces. Es el bien y el mal, la vida y la muerte, la amenaza y el refugio. Y el misterio. Los ríos profundos y vastos encierran en su interior algo desconocido y oscuro, que acaso intuyamos pero nunca vemos: fuerzas y corrientes ajenas a nosotros, que no controlamos. Y sin embargo, de ellas dependemos. Y pueden dominarnos.
Esta semana hemos visto a unos tipos surfeando en el Amazonas. Buscan la Pororoca, que es esa ola prolongada y sucia, fruto de la entrada del agua de mar en el río cuando sube la marea. No hay otra igual: su recorrido supera los quince kilómetros, de modo que uno puede colocarse sobre la Pororoca y navegar río arriba salvando esas aguas sonoras y oscuras. Aguas de un río poderoso que alberga criaturas hostiles, peligros escondidos y leyendas milenarias. La expresión concentrada de mirada perdida del surfero brasileño da idea de la tensión y el miedo que vencen quienes navegan sobre la ola amazónica buscando precisamente el placer de dominar al río y sus secretos. Desasosiega pensar lo que hay bajo esa achocolatada superficie, lo que puede encontrarse el que pierda el equilibrio sobre la tabla aguas arriba. Ese es el aliciente del que salta al agua. Para el espectador la fascinación está en el espectáculo de la victoria de la tabla sobre la corriente, de la inteligencia sobre la naturaleza. Gana quien resiste. El río se entrega al mar en su recorrido final y el hombre oficia sobre ambos la liturgia de una suerte de dominación efímera pero suficiente para sentirse poderoso.
Es una fábula de lo que somos: podemos sobre las cosas, incluso las más misteriosas y oscuras, pero nunca de forma absoluta y constante.
Navegamos la ola presente con la incertidumbre del próximo recodo y hacemos equilibrios en una superficie inestable bajo la cual misterios y peligros nos acechan a la espera de devorarnos. Pero nos movemos, no permanecemos esperando que pase la Pororoca y las cosas se calmen, porque de hacerlo, de quedarnos quietos esperando apoyos más seguros, es probable que nunca los alcancemos. No dominamos la corriente y desconocemos su origen y lo que oculta, pero nuestra única posibilidad de avanzar es jugárnosla sobre la cresta de la ola. Sólo así llegaremos en algún momento a la calma que permite ver el horizonte y quizá el interior de las aguas ahora revueltas y oscuras para conjurar fantasmas y acabar con los que intentaron devorarnos y contaminaron nuestro río.
Siempre me ha fascinado el rio. En lo que tiene de real, de curso de la naturaleza, pero tambien de simbólico: de joven leí a Hesse que Siddharta escuchaba su voz. Tarde mucho en entenderlo, pero ahora sé que habla.