Sergio Ramírez Luis García Montero
La misma película de siempre
Está en primera fila, sentada en una butaca del cine, mientras en la gigantesca pantalla proyectan Niágara. A su lado, dos hombres, con los que mantiene un trío amoroso, la masturban sin importarles que haya más espectadores alrededor. La imagen recrea el estreno de la cinta en Estados Unidos en 1953, cuando Marilyn Monroe ya era una actriz conocida, así que, llámenme exagerada, pero lo del sexo rodeada de desconocidos resulta un pelín inverosímil. Me imagino al director pensando: "¿Qué más da? ¿Cómo voy a perder la oportunidad de meter, aunque sea con calzador, una de las fantasías sexuales masculinas más recurrentes?" En el resto de la obra, que ronda las tres horas, tampoco se ha escatimado en desnudos innecesarios de la protagonista. De los de los hombres, ni rastro. En otra secuencia, a la actriz, embarazada de algunas semanas, le habla su propio feto desde el útero y le echa en cara que tiempo atrás hubiera abortado. Han leído bien: aparece un nonato en pantalla que lanza mensajes antiabortistas. Un despropósito. Las dos escenas están sacadas de la película Blonde y reflejan muy bien algunos de los papeles en los que el cine ha encasillado históricamente a las mujeres. Como objetos sexuales, es decir, cuerpos follables o como abnegadas madres, cuya única misión en la vida es sacar adelante a sus hijos.
A algunas feministas nos han llamado ofendiditas por denunciar la misoginia de la película. Imagino que resulta fácil calificarnos así desde el privilegio masculino. Y sí, sabemos que es ficción, pero para muchas de nosotras se ha perdido la oportunidad de contar los detalles menos conocidos de la vida de Marilyn Monroe, como que luchó contra los abusos de la industria cinematográfica, que fundó su propia productora o que denunció la violencia sexual que había sufrido. Para qué darle una vuelta de tuerca a la historia si podemos seguir perpetuando el mito de rubia tonta y perturbada de cuerpo escultural.
Que el cine nos conecta con nuestras emociones es una realidad innegable. A través de la ficción se transmiten creencias que construyen nuestro imaginario social, el mundo que habitamos. Por eso, si la mirada imperante es la androcéntrica, a las mujeres –como ocurre también con las personas negras, racializadas o el colectivo LGTBI– se nos condena a ser las otras, las secundarias, las que aparecen en la trama simplemente para completar al personaje principal, casi siempre masculino. En muchas películas o series se sigue el mismo patrón: entre el grupo de personajes principales solo hay uno femenino que, además, suele estar muy estereotipado. Se conoce como efecto Pitufina y no es difícil deducir que toma su nombre de los aparentemente inocentes dibujos animados. La realidad es que Pitufina es una creación de Gargamel para provocar celos y peleas entre los pitufos. Luego, Papá Pitufo, según sus propias palabras, la mejoró convirtiéndola en rubia, de larguísimas pestañas y con zapatos de tacón. Si eso no es sexualizar un personaje infantil y reforzar estereotipos, díganme qué lo es.
Las dos escenas están sacadas de la película 'Blonde' y reflejan muy bien algunos de los papeles en los que el cine ha encasillado históricamente a las mujeres. Como objetos sexuales, cuerpos follables o como abnegadas madres
En nuestro cine faltan personajes femeninos y que muestren otras diversidades, que tengan peso en la historia y con los que nos podamos identificar. Y no, no se trata de que sigan siendo los hombres los que dirijan películas protagonizadas por mujeres porque, visto lo visto, no siempre sale bien. Pienso en La vida de Adele, que pretendía visibilizar el amor lésbico y acabó siendo una utopía pornográfica para hombres heterosexuales. O Lars Von Trier, al que podríamos considerar el maestro del sadismo dirigido a mujeres. Tampoco Almódovar se libra. Cuesta encontrar una película antigua suya en la que no haya una violación relatada desde el humor. Señores, dejen espacio a las creadoras para que cuenten sus historias. Solo ampliando esa visión de la realidad seremos capaces de representar otros modelos de feminidad y masculinidad.
Y aunque, últimamente, la cartelera nos regala alegrías –¡gracias a todas por esas películas y series maravillosas!– lo cierto es que en España solo el 32% de las cintas están dirigidas por mujeres. Una brecha de género que nos invisibiliza y que es un espejo de lo que pasa en otros ámbitos artísticos. En los años 80, el grupo feminista Guerrilla Girls denunció que solo el 5% de los artistas que exponían en museos de arte moderno eran mujeres, pero a la vez, el 85% de los desnudos que se mostraban en las obras eran femeninos. Y lanzaron una pregunta retórica: ¿tiene una mujer que estar desnuda para entrar en el Metropolitan? Podríamos aplicarla también al cine. Cuarenta años después, la pregunta sigue siendo necesaria.
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