Pena de muerte

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Los asuntos que se han debatido esta semana en el V Congreso Social contra la Pena de Muerte vuelven a situarnos ante uno de los puntos más oscuros de la civilización. Sentimientos, razones y brotes de indignación se mezclan en un vértigo paradójico. La existencia de crímenes legales, como calificó Víctor Hugo a las ejecuciones en nombre del Estado, no sólo conmueve la conciencia, sino que cuestionan las raíces más profundas del contrato social. Encontrar argumentos para ajusticiar a uno de los firmantes de ese contrato supone, más que un castigo individual, el reconocimiento de un fracaso colectivo. La sociedad se deslegitima cuando confunde su autoridad con la muerte.

Víctor Hugo escribió muchas páginas contra la pena de muerte. Utilizaba los argumentos de la razón y del sentimiento. Llegó incluso a entender la literatura como un modo de acercar la protesta a los domicilios particulares. Las estrategias del poeta siempre han tenido que ver con el escrache. En el prefacio a El último día de un condenado, puso especial atención a la hora de describir algunas ejecuciones. Pobres desgraciados que no acababan de morir, errores de verdugos, guillotinas fracasadas, víctimas sangrantes que sostenían con sus propias manos las cabezas medio cortadas… La intención de Víctor Hugo estaba clara: “Conviene citar aquí dos o tres ejemplos de lo que ciertas ejecuciones han tenido de espantoso y de impías. Hay que provocarles un ataque de nervios a las esposas de los procuradores del rey. Porque una mujer es, en cierto modo, una conciencia”.

La realidad imita al arte. Podemos imaginar los nervios y la confusión interior de una reina casada con un rey adúltero cuando ve sus magníficas relaciones con Arabia Saudí, país que contempla el adulterio como un delito a castigar con la pena de muerte. Paradojas de la vida, puntos ciegos de la sociedad.

682 personas fueron ejecutadas en 2012. China, Irán, Irak, Arabia Saudí, Yemen y Estados Unidos son los países que aplican con mayor vocación el crimen legalizado. Es difícil mantener la calma ante la cuenta atrás que vive una persona a la que le fijan su hora, le cortan el pelo, le atan las manos y la conducen a un patíbulo. Es difícil soportar que en el mundo se condenen a deficientes mentales, a muchachas de 9 años por no respetar la ley de Dios, a niños que confesaron un crimen obligados por la tortura, a hombres y mujeres que no disponían de dinero para un buen abogado en el país que confunde la justicia y el dólar. Punto ciego, fractura en la que la civilización descubre su cercanía con la barbarie, la venganza y el miedo.

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Puntos ciegos. China es una máquina de matar. Resulta paradójico que un país llamado comunista tome decisiones sobre los individuos sin respetar su dimensión social. Los seres humanos no son unidades independientes a la hora de vivir, educarse o recibir un castigo. Como denunció Víctor Hugo, la pena de muerte recae también sobre la madre, el padre, la pareja o los hijos del condenado. Paradoja se da también en los países liberales que exaltan la individualidad como ley única de la economía, la educación y la política para acabar aceptando que el individuo es tan peligroso que en ocasiones ni siquiera una cárcel sirve para asegurar la convivencia.

Una de las ventajas de la lectura, de la educación literaria, es que nos ejercita en el descubrimiento de los puntos ciegos del pensamiento. Mi admiración por El pirata de Esproceda, su canto extremo de rebeldía contra los reyes de Inglaterra, Francia y España, esconde la contradicción romántica de buscar una alternativa social a través de un solitario, un pirata, una exaltación de los márgenes. Por ese camino se llega a la incoherencia. Espronceda, que escribió también poemas de denuncia contra la pena de muerte, acaba permitiéndole a su pirata la venganza y la horca: “Yo me río, /no me abandone la suerte/ / y al mismo que me condena/ yo colgaré de una entena, / quizá en su propio navío”.

A favor y en contra, se discute sobre la pena de muerte con las perspectivas de la razón y el sentimiento. Pero el mayor punto ciego de la cultura moderna ha sido la tentación de separar razones y sentimientos. Ningún fin justifica los medios, ningún medio tiene sentido sin un fin. La razón sin valores sentimentales puede conducir al exterminio científico y legal de un campo de concentración. Los sentimientos sin razones pueden llevar al ojo por ojo, es decir, a un mundo ciego. Pobre Biblia.

Los asuntos que se han debatido esta semana en el V Congreso Social contra la Pena de Muerte vuelven a situarnos ante uno de los puntos más oscuros de la civilización. Sentimientos, razones y brotes de indignación se mezclan en un vértigo paradójico. La existencia de crímenes legales, como calificó Víctor Hugo a las ejecuciones en nombre del Estado, no sólo conmueve la conciencia, sino que cuestionan las raíces más profundas del contrato social. Encontrar argumentos para ajusticiar a uno de los firmantes de ese contrato supone, más que un castigo individual, el reconocimiento de un fracaso colectivo. La sociedad se deslegitima cuando confunde su autoridad con la muerte.

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