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Esa persona de la que usted me habla

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Rodrigo Rato no existe. Lo ha decidido ya Mariano Rajoy, que después de 35 años en la política ha ido labrando su propio libro de estilo, seguramente sin necesidad de basarse en otros libros, como aquel del francés Picabia en el que se decía: “Lo que no tiene nombre no existe. La palabra luz existe, la luz no existe”. Cuando este viernes se le preguntó a Rajoy si iba a expulsar o no del PP a Rodrigo Rato por el escándalo de las tarjetas B de Caja Madrid, el presidente del Gobierno se refirió a él como “esa persona de la que usted me habla”. Rato ya es innombrable, como pasó a serlo un día Luis Bárcenas, y antes Camps, y antes Jaume Matas (que cruzó el purgatorio intermedio de ser aludido como Jaime).

Pero lo que ha existido deja rastro. No se desvanece en el instante que Rajoy decida. Rodrigo Rato no es sólo un individuo canonizado por el propio Partido Popular como autor del llamado “milagro económico español”, vicepresidente de Aznar y candidato mejor situado para sucederle si no hubiera sido por la inquina-envidia que el propio Aznar le tenía (y escasamente disimulada en sus memorias). Tan relevante era su influencia en el partido que, al no ser ungido por Aznar como candidato a presidente del Gobierno en 2004, había que darle como mínimo una Jefatura de Estado, y el único cargo posible con ese estatus (el Vaticano no estaba al alcance) era la dirección del Fondo Monetario Internacional, del que salió de forma intempestiva después de “aburrirse mucho” viajando por el mundo entero durante tres años.

Privatizaciones y camarillas

La existencia política (y económica) de Rodrigo Rato dejará rastro y secuelas durante mucho tiempo. Por su milagrosa capacidad como “vendedor de burbujas” que irían estallando una tras otra. Pero sobre todo como máximo responsable del proceso de privatizaciones y de toma de control de las principales empresas españolas para ponerlas en manos de una camarilla de compañeros de pupitre de Aznar, amigos de la infancia y adolescencia de uno o de otro, y todos ellos expertos en puertas giratorias, bonus multimillonarios, stock options, tarjetas A y B y alguna que otra cuenta en paraísos fiscales.

Sin la autorización, complicidad o visto bueno de Rodrigo Rato como vicepresidente económico durante los ocho años de aznarato (en expresión de Manuel Vázquez Montalbán), habrían sido imposibles operaciones como la de colocar a Miguel Blesa en Caja Madrid, a Juan Villalonga en Telefónica, a Manuel Pizarro en Endesa, a Francisco González en el BBVA, o a Antonio Vázquez en la presidencia de Tabacalera /Altadis y más tarde en Iberia.

Tres de las citadas operaciones (ver la crónica de Santiago Carcar hoy mismo en infoLibre) ejemplifican el catecismo neoliberal del PP, especialmente milagroso para la élite o camarilla de intereses que rodeó a Aznar y a Rato: Tabacalera, Iberia y Endesa. Ese milagro se resume en el hecho de tomar el poder de algunas de las mayores empresas públicas españolas para entregarlas a grupos extranjeros que terminan vaciándolas o exprimiendo sus beneficios mientras por el camino esos compañeros de pupitre o de andanzas juveniles multiplicaban sus patrimonios a base de sueldos, comisiones y tarjetas oro. Y colocaban en los consejos de administración a sus propios compañeros de pupitre o a los recomendados procedentes del propio Gobierno, del Partido Popular y en determinados casos (como las cajas) también de los grupos de la oposición y de los sindicatos.

Resultaría cómica la reacción de Rajoy y del PP al referirse a Rato como “esa persona de la que usted me habla” si no fuera absolutamente indignante. Recuerda la tan manida como inolvidable escena de Casablanca, cuando el prefecto de policía Renault grita: “¡Qué escándalo! He descubierto que en este local se juega”. La cúpula del PP, con Rajoy a la cabeza, parecen haber encontrado en el escandaloso asunto de las tarjetas B de Caja Madrid ese casino ilegal sobre el que centrar los focos. Como si nadie supiera previamente nada más.

Escándalo y maniobra de distracción

Por supuesto que escandaliza que los 83 consejeros de Caja Madrid dilapidaran 15,5 millones de euros en diez años sin que se declararan a Hacienda como sobresueldo o retribución en especie. El caso ofrece un festival bochornoso: ropa de lujo, restaurantes de cinco tenedores, viajes exóticos, la cesta de la compra en El Corte Inglés… Pero habrá que tener en cuenta, una vez superado ese escándalo inicial, las diferencias entre quienes gastaron 400.000 euros y 20.000; o la de quien compraba joyas o sacaba dinero negro en efectivo de los cajeros y quien compraba trajes en la boutique donde trabaja un hermano suyo. Todo era impresentable, pero no todos eran iguales ni gastaban igual (ver la 'Radiografía estadístico-forénsica...' de Ignacio Sánchez-Cuenca).

Pero sobre todo conviene examinar otras cifras para no perder de vista la almendra del asunto (la bolita del trilero), y para evitar que las tarjetas black o B o negras como el carbón sirvan como maniobra de distracción de la cuestión principal. La gestión de Miguel Blesa y su núcleo directivo en Caja Madrid y la fusión ejecutada por Rodrigo Rato derivaron en el rescate de Bankia, que ha costado ya a los contribuyentes la friolera de 22.424 millones de euros, y que se llevaron por el camino los ahorros de miles de preferentistas. (Muchos jubilados que, según el criterio de Blesa, sabían perfectamente lo que firmaban, no como él, inspector de Hacienda, o Rato, ex vicepresidente económico, que ignoraban si estaban declarando o no en su IRPF los gastos de la tarjeta B.)

Rajoy le ha quitado el nombre a Rato y además ha presumido de que su Gobierno es quien ha levantado la liebre de las tarjetas B, a través del FROB y de la fiscalía. Es una verdad a medias o más bien una mentira edulcorada. El empeño en este proceso sobre la gestión de Caja Madrid, y el uso de las tarjetas como derivada del mismo, tiene su origen en las iniciativas judiciales de UPyD y del movimiento 15MpaRato. La fiscalía ha actuado con muchísimo retraso. Y el designado por Rajoy para sustituir a Rato en la presidencia de Bankia, José Ignacio Goirigolzarri, debería explicar más pronto que tarde por qué no denunció lo que iba encontrando bajo las alfombras desde un principio, sin escudarse en estudios bastante discutibles de sus asesores jurídicos.

Hacer justicia de verdad

Hace años que se viene reclamando justicia y que va subiendo el nivel de indignación en la calle al comprobar que banqueros y empresarios responsables de una crisis financiera que pagamos entre todos los contribuyentes seguían disfrutando de una vida plácida mientras se multiplicaban los desahucios y la pobreza. Lo más inmoral del uso de las tarjetas es esa última fase, con Caja Madrid y luego Bankia cayendo en un agujero sin fondo de números rojos, en la que sus principales directivos, encabezados por Blesa y Rato, “quemaban” las tarjetas en gastos indecentes y en efectivo para aprovechar hasta el último euro ajeno.

Para hacer justicia hace falta algo más que embargar propiedades por 16 millones de euros a Miguel Blesa o exigir avales a Rato por tres millones. Para hacer justicia de verdad hay que recuperar la investigación que le costó la carrera al peculiar magistrado Elpidio Silva, a quien el tiempo va cargando de razón. Para hacer justicia de verdad hay que recuperar lo que el TSJM y la fiscalía de Madrid bloquearon: la admisión como pruebas de los correos corporativos de Caja Madrid (donde se reflejan mil y una razones para incriminar a Blesa y a unos cuantos más). Para hacer justicia de verdad habrá que profundizar en las relaciones de Rodrigo Rato con su socio Jaime Castellanos y el banco Lazard, antes de llegar a Caja Madrid y durante su presidencia de Bankia y su salida a Bolsa. Para hacer justicia de verdad no se debe permitir que Blesa, Rato y sus principales ejecutivos Ildefonso Sánchez Barcoj o Matías Amat se culpen mutuamente del millonario jolgorio de las tarjetas ni que echen finalmente la culpa a un muerto (ya están en ello) por no haber declarado a Hacienda correctamente los gastos.

Para hacer justicia de verdad, no basta con quitarle el nombre o el carné de partido a uno de sus históricos dirigentes. Para recuperar la dignidad de la política hace falta autoridad moral, y cuando Rajoy se refiere a “esa persona de la que usted me habla”, es muy difícil descartar que algún día aparezca un SMS en el que pueda leerse: “Rodrigo, sé fuerte. Hacemos lo que podemos".

Rodrigo Rato no existe. Lo ha decidido ya Mariano Rajoy, que después de 35 años en la política ha ido labrando su propio libro de estilo, seguramente sin necesidad de basarse en otros libros, como aquel del francés Picabia en el que se decía: “Lo que no tiene nombre no existe. La palabra luz existe, la luz no existe”. Cuando este viernes se le preguntó a Rajoy si iba a expulsar o no del PP a Rodrigo Rato por el escándalo de las tarjetas B de Caja Madrid, el presidente del Gobierno se refirió a él como “esa persona de la que usted me habla”. Rato ya es innombrable, como pasó a serlo un día Luis Bárcenas, y antes Camps, y antes Jaume Matas (que cruzó el purgatorio intermedio de ser aludido como Jaime).

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