Unas vacaciones pueden perderse como se pierde un bolígrafo. Están ahí durante todo el año, encima de la mesa de las fantasías particulares y dispuestas a escribir palabras como descanso, desconexión, mar, paseo o viaje. Pero llega la hora de la verdad, el papel en blanco nos llama y de pronto ha desaparecido el bolígrafo. No sabe uno si escapó detrás de un número de teléfono, de la anotación de un libro o de una lista de la compra. Lo mismo ocurre con las vacaciones. Como no seamos prudentes, pueden desaparecer por culpa de una noticia, un debate parlamentario o un desaguisado político.
La verdad es que este año parece difícil la desconexión. La rutina de una sociedad puesta del revés es más difícil de olvidar que la sorpresa en una convivencia normalizada. Cuando uno asiste al imperio general de la mentira, la falta de pudor, la avaricia, la impunidad y el atropello, resulta complicado no meter en la maleta un corazón sobrecogido. Da vértigo asistir a la descomposición de la sociedad en la que van a vivir nuestros hijos. Da vértigo el futuro inmediato y la entrada en un camino de degradación sin posible retorno. España duele. El sentimiento que con tanto ímpetu asaltó a los intelectuales regeneracionistas del siglo XIX y a los poetas sociales de la posguerra franquista, se hace realidad ahora, carne propia, entre los veraneantes de agosto de 2013. Vamos a broncearnos un dolor, una humillación crónica. Desconectar parece difícil. Pero también da rabia perderlo todo. Es injusto que el malhumor y la indignación se apoderen de nuestras vacaciones, de esa época en la que somos dueños de nuestro propio tiempo y en la que podemos buscar un olvidado sabor a nosotros mismos. Es injusto que la precariedad y la estafa marquen al completo nuestro calendario. Conviene buscar un refugio, un cuarto propio, un rincón a salvo del veneno. Conviene descansar de los malvados para no acabar pareciéndonos a ellos.
Mi recurso es la poesía. Camino a través de ella, paseo, respiro el aire limpio, aprendo a mirar el mar, apuro las noches de luna, dejo que el olor a jazmín y la sensualidad me ofrezcan un acuerdo tranquilo con el mundo. Mientras escribo esta confesión, pongo un disco de Mozart y recuerdo el poema que le dedicó Luis Cernuda en Desolación de la Quimera: “Si la vida es abyecta y ruin el hombre, / da esta música al mundo forma, orden, justicia / nobleza y hermosura”.
Ver másFallece en México el poeta argentino Juan Gelman
Se trata de un buen programa de defensa, porque todos arrastramos el peligro de convertir los sentimientos y la conciencia en un sistema bipartidista marcado por nuestra idea del bien y las inercias del mal que establece de forma cotidiana la realidad. Es preciso darnos forma y para eso conviene saber que no hay orden aceptable sin nobleza humana, ni justicia sin hermosura. Es el acuerdo entre fondo y forma que busca la poesía en sus reflexiones más penetrantes, cuando acompasa el mundo con la intimidad.
Invitado a un curso de verano en El Escorial sobre la poesía de Francisco Brines, he tenido una vez más la ocasión de volver a sus libros. Brines es un heredero de Cernuda, uno de los grandes poetas que medita sobre la vida sin engañarse, aceptando sus límites, pero sin renunciar a la búsqueda de dignidad en lo precario. Su personaje poético se identifica con el hombre que repasa su vida en una casa junto al mar, evoca sus experiencias, asume las pérdidas y recuerda los momentos en los que fue posible encontrar la plenitud dentro de una existencia mortal, la belleza en un mundo hostil.
La poesía de Brines invita a la serenidad y a la ética. Hacerse dueño de uno mismo no significa renunciar al otro, sino todo lo contrario. En uno de sus versos reconoce la imprescindible alianza con el lector: “Si existo es porque existes”. Para aprender a convivir de manera justa conviene ser propietarios de nuestras soledades, no dejar que nadie las envenene, que nadie corrompa la poesía, y el mar, y el viaje, y el árbol, y la ilusión que llevan dentro. La estrella que llevamos dentro.
Unas vacaciones pueden perderse como se pierde un bolígrafo. Están ahí durante todo el año, encima de la mesa de las fantasías particulares y dispuestas a escribir palabras como descanso, desconexión, mar, paseo o viaje. Pero llega la hora de la verdad, el papel en blanco nos llama y de pronto ha desaparecido el bolígrafo. No sabe uno si escapó detrás de un número de teléfono, de la anotación de un libro o de una lista de la compra. Lo mismo ocurre con las vacaciones. Como no seamos prudentes, pueden desaparecer por culpa de una noticia, un debate parlamentario o un desaguisado político.