Qué ven mis ojos
Cien millones de turistas y tres de parados
"La democracia es repartir lo que hay; el neoliberalismo, arrojar las sobras desde un descapotable ".
Decía el poeta Blas de Otero que se puede discutir que se escriba como se habla, pero no se debe escribir como no se habla; y con esa frase mataba de un solo tiro los pájaros mentirosos de la demagogia y la pedantería, que son dos formas de hablar en círculos para marear la perdiz, para que no te entiendan, para que los árboles no dejen ver el bosque. El reto del buen comunicador es dejar la retórica aparte, ir al grano y aclararle las cosas a quienes escuchan o leen, porque lo contrario sirve para confundirlos, para dejarlos al margen. Hace tiempo que se lucha en diversos frentes, por ejemplo, para sanear el lenguaje jurídico, esa jerga que lo hace ininteligible, según algunos estudios, para más del ochenta por ciento de la ciudadanía y que conlleva peligros tan serios como el de vivir en un país donde la gente no sabe lo que firma, no comprende lo que le dice un organismo público o un magistrado.
Lo que ocurrió con las acciones preferentes de Bankia, pongamos por caso, también está relacionado con eso: la gente decía que sí, pero sin saber a qué, confiando en un director de la sucursal que barría para casa siguiendo las órdenes de arriba, inocentes e imprudentes a un tiempo, sin enterarse de lo que explicaba la famosa letra pequeña de los contratos, ni la grande tampoco. Fueron las víctimas, faltaría más, pero se lo pusieron fácil a los culpables. Y, sobre todo, no fueron una excepción: según los últimos informes PIACC, que son una suerte de estudio PISA para adultos, España está a la cola de la OCDE en comprensión lectora y en matemáticas. O dicho en plata, que por término medio, no entendemos un recibo, una factura, un gráfico, un prospecto… y por eso nos estafan una y otra vez con el recibo de la luz, nos timan las compañías telefónicas, las entidades financieras y diez de cada nueve multinacionales, si se me permite la broma. Por no hablar del mundo digital, donde es demasiado común que le demos a aceptar, sin detenernos a qué decimos que sí: muchos virus y extorsiones de toda clase entran por esa puerta que dejamos abierta.
En el mundo de la política y la economía ocurre exactamente igual, las cifras y los tantos por ciento se manipulan, cada uno lleva el agua a su molino y entre todos transforman las malas noticias en buenas, o viceversa, según sea el color de la bandera en la que se envuelven y de qué partido cobren. La noticia de este lunes es que el empleo crece en 186.785 afiliados en abril y vuelve al nivel de antes de la crisis; que el paro registrado baja en 91.518 personas y se queda en 3,16 millones. Sigue siendo una cifra intolerable, son muchas familias que sufren carencias, viven atemorizadas y, en muchos casos, explotadas por quienes se aprovechan de que las cosas van mal para que vayan peor, esos pescadores a quienes hacen millonarios los ríos revueltos donde se ahogan los demás.
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El paro es un drama, y por lo tanto jamás se debe vender como un éxito, lo será cuando nadie lo padezca y, por lo tanto, la Constitución se cumpla también en ese punto, porque lo que se dice en ella es que el trabajo es un derecho, no una limosna que nos da el neoliberalismo desalmado que nos acorrala. El Artículo 35, que se saltan a la ligera, dice: “Todos los españoles tienen el deber de trabajar y el derecho al trabajo, a la libre elección de profesión u oficio, a la promoción a través del trabajo y a una remuneración suficiente para satisfacer sus necesidades y las de su familia, sin que en ningún caso pueda hacerse discriminación por razón de sexo.” La pregunta es si todo eso se cumple, si es lo que pasa en nuestro mercado laboral. ¿Qué decimos de la “remuneración suficiente”, que es una de las claves del birlibirloque empresarial? Por pura lógica, parece que, dicho en plata, estamos hablando de que se cobre lo que permita salir adelante sin agobios, más o menos justos, con más o menos holgura según a qué se dedique cada cual, pero siempre que cualquier nómina, incluida la del operario más humilde, permita tener una casa, la nevera abastecida y cubierto el resto de las necesidades básicas de cualquier persona, entre ellas la sanidad y la educación. ¿Y eso se consigue, aquí y ahora, con menos de mil euros al mes?
Los puestos de temporada que se van cuando el agua del mar se enfría o la fiesta se acaba; los salarios innobles; los contratos de un mes o hasta de un día; las horas extras no pagadas porque, si no te interesa, hay cientos de aspirantes haciendo cola en la puerta del negocio; las pensiones por debajo del salario mínimo, es decir, que no reciben lo mínimo que hace falta para valerse y que olvidan que el pensionista no es un parásito, sino una o un trabajador retirado, alguien que ha pagado sus impuestos y mantenido el sistema como el que más… Todo eso no tiene nombre y no se puede hacer invisible con un número, no es democrático, no ayuda a que el país crezca, sino a que algunos engorden sus cajas fuertes. La verdadera hazaña no la logrará el Gobierno que logre reducir el desempleo, sino el que acabe con él y consiga que desde el obrero más raso al presidente de la compañía puedan salir adelante, tal vez uno recibiendo más y el otro menos. Cuando se reparta de un modo equitativo lo que hay, con lo que ahora les sobra a unos pocos, nos sobrará a todos. Un país que recibe o está a punto de recibir cien millones de turistas al año no puede tener problemas, más allá de los que le inventan los que huyen con la recaudación a un paraíso fiscal.
¿Y si empezamos por donde prometimos, echando abajo la reforma laboral del Partido Popular? Así, como primera idea.