“En un Estado aconfesional, lo único sagrado es la igualdad”.
Hay cosas que son difíciles de explicar y fáciles de comprender, que lo mismo provocan ríos de tinta que se resumen en dos palabras. Por ejemplo, el asunto de la factura de la luz en España, donde la pregunta de por qué nos sale tan cara, se responde sola: somos víctimas de una estafa. Así de simple. O si lo prefieren, de un atraco al por mayor, cometido navaja en mano por los mosqueteros al revés del neoliberalismo: todo para unos y nada para el resto. Luego, el discurso se puede rodear de tecnicismos –pool, windfall profits, oligopolios, subastas de energía, derechos de emisión de CO2, mercado libre o regulado...–, pero la realidad es esa: nos roban, llevan a cabo un saqueo a cara descubierta y, por ahora, con la ley de su parte. El resultado es que encender una bombilla se paga en estos momentos a 75,93 euros el megawatio-hora, un 46% más que hace un año, y que este invierno habrá otra vez muchas personas que no puedan iluminarse, calentarse o ni lo uno ni lo otro; mientras el presidente de la compañía hidroeléctrica gana cuarenta y cinco mil euros al día, o la suma de lo que cobran los diez máximos jefes de Iberdrola, Gas Natural, Endesa, Repsol, Enagás, Red Eléctrica y Gamesa asciende a casi treinta millones. Todo eso en el mismo país donde los funcionarios y trabajadores de la Administración General del Estado suplican que su sueldo mínimo suba de los menos de 1.000 euros al mes en que está ahora a los 1.200. La desigualdad no cabe dentro de la palabra democracia, así que una de las dos sobra.
Hay razones del corazón que la razón no entiende, decía Pascal; pero luego están las razones del aparato digestivo, porque aquí todos necesitamos comer para vivir. ¿Y por qué tenemos nosotros que pasar hambre o privaciones energéticas porque a las multinacionales del sector les hayan subido el precio de la tonelada de contaminación, de cinco a veinticinco euros? ¿Por qué se tienen que hacer cargo de eso los consumidores? Para que las empresas que manejan los hilos sigan llenando sus cajas fuertes y sus cuentas de aquí y de quién sabe dónde. Esto no es una tarifa, es un reino de taifas donde los sueldos de los mandamases son de otro mundo y su prepotencia también: ningún Gobierno, ni de izquierdas ni de derechas, ha logrado meterlos en cintura. Cuando lo han intentado, recibieron a cambio una amenaza: o nos dejáis en paz o me llevo la empresa a otro sitio y pago allí mis impuestos. O dicho en plata: un chantaje. Eso sí, al que se porte bien y mire para otro lado, le dan una llave de la puerta giratoria y le ponen una silla en un consejo de administración. Que eso sea el pan suyo de cada día y que en ese terreno el Estado se lleve más de cuatro mil millones de impuestos, por diferentes conceptos, lo deja todo muy claro, aunque para muchos lo deje a oscuras.
Cómo no le va a exigir Podemos al PSOE que el Ejecutivo intervenga hasta donde sea posible para limitar los daños a la ciudadanía, aplicar en las primeras residencias una tarifa justa, asequible, que incluya límites máximos y progresividad; y desde luego, que vaya mucho más allá que lo que puede ir la suspensión anunciada del impuesto de generación eléctrica que se anuncia desde La Moncloa y que abarataría el recibo en un diminuto 2,5% para los usuarios domésticos. Eso es el chocolate del loro, y aquí lo que hay que hacer es abrirle a él la jaula y a otros una celda, porque lo que están haciendo es un crimen, por mucho que ellos lo llamen negocio. Pues no, la usura no es un intercambio comercial, es un abuso, un acto de extorsión y debería ser un delito.
Un sistema político tiene que favorecer la convivencia y la justicia, y para que eso ocurra no se debe permitir que se especule con las cosas de primera necesidad, como la energía, porque lo contrario sólo vale para convertir los derechos en lujos, algo inaceptable: en un Estado aconfesional, lo único sagrado es la igualdad. Conviene fijarse en quiénes luchan por ella.
“En un Estado aconfesional, lo único sagrado es la igualdad”.