Plaza Pública
Reconstrucción de la socialdemocracia: una democracia de calidad (II)
En las últimas décadas cabalgamos en la montura del paradigma neoliberal hasta que, de golpe, se vino abajo el sistema a causa de la burbuja inmobiliaria y la ficción del capitalismo popular. A partir de la quiebra de Lehman Brothers en 2008, la utopía neoliberal de prosperidad para todos se hizo añicos pero, paradójicamente, los gobiernos se dedicaron a rescatar unas instituciones financieras corruptas porque eran “demasiado grandes para caer”.
De esta manera, para salvar a los bancos acabaron endeudándose a costa del empobrecimiento de la gran mayoría de la población, hasta el extremo de fracturar la cohesión social. Aplicando el vademécum de la austeridad fiscal, del recorte social, devaluando los salarios de la clase trabajadora y mermando los servicios públicos básicos (sanidad, educación, etcétera), los Estados se han doblegado a los intereses del mercado. Los Estados democráticos se están convirtiendo, como dice Wolfgang Streeck, en “agencias para el cobro de deudas por cuenta de una oligarquía global de inversores”. De este modo los ciudadanos comprueban que sus expectativas democráticas se laceran ante un único poder soberano: el capitalismo financiero.
Frente a los mercados los gobiernos dan muestras de una inusitada docilidad revestida de máxima responsabilidad política como, por ejemplo, reformar la Constitución atropellando los procedimientos deliberativos con la finalidad de introducir la “regla de oro fiscal”.
La disciplina exigida por los mercados reduce a la democracia a su mínima expresión. Cuando la reglas del mercado requieren estrechar los elementos básicos del Estado de bienestar (el gasto público dedicado a sanidad, educación, desempleo, dependencia, infraestructuras, etc.) observamos que los gobiernos o suspenden la potencialidad del Parlamento (como ha ocurrido en Francia con la Ley Macron) u ocultan los protocolos de las negociaciones como, por ejemplo, lo que sucede con el Acuerdo Transatlántico de Comercio e Inversión (TTIP) entre Europa y EE.UU.
Demasiada responsabilidad ante los mercados y escasas obligaciones ante los derechos sociales de los ciudadanos. Así es como sucumbe la democracia, el pueblo se siente “semi-soberano”, se estructura una insalvable escisión entre la élite y la ciudadanía, surge la antipolítica como amuleto de las clases desamparadas, crecen los populismos y termina por instalarse la demagogia como mecanismo de resolución de conflictos. Por este sendero vamos seguros al abismo: la justicia de los mercados (pagar a los acreedores sea como sea y a costa de lo que sea) encamina a la política hacia una única dirección: la castración de la democracia en el altar del capitalismo financiero. Si a ello le sumamos la laxitud con la que nos enfrentamos a la corrupción, no debe asombrarnos que los ciudadanos, en manos de un sistema odioso, celebren su desprecio rechazando todo lo que suene a labor política.
El establishment económico-financiero persigue desactivar la democracia porque así consigue extender el modelo de “independencia” del Banco Central Europeo (BCE) a áreas claves de la política. De manera que sean los “expertos”, los “burócratas”, quienes tomen las decisiones en materias como la salud y el bienestar del Estado. En consecuencia, es la política la que queda devaluada. Se quiere una democracia de partidos débiles y unos partidos sin militantes.
Hay que recuperar la democracia popular y participativa de la inequidad de las reglas del mercado y sanear la ética pública de la podredumbre que alimenta la corrupción. El actual escenario de la democracia a lo único que nos conduce es a la desvinculación de los ciudadanos de los asuntos políticos. Sabemos que el objetivo de las élites es la neutralización económica de la democracia igualitaria. E igualmente somos conscientes de que la única forma que tenemos para anular las ambiciones del capitalismo financiero es dotar de pleno sentido a la célebre definición de la democracia: que realmente sea el gobierno del pueblo, para el pueblo y por el pueblo.
No hay democracia sin control, sin transparencia, sin deliberación y sin la constitución del bien común. En cualquier actividad sometida al procedimiento de la democracia tiene que prevalecer el principio: “ninguna ejecución de decisiones sin participación en el proceso de toma de decisión”. De lo contrario, ¿para qué hay elecciones si en lo fundamental tienen que implantarse las mismas políticas económicas diseñadas por gente que no tiene que rendir cuentas a nadie? ¿Para qué sirve entonces la democracia? No estamos dispuestos a aceptar el dictado que dice “democracia sin promesas” y “elecciones sin políticas”. Es consustancial a la democracia ligarla a objetivos políticos y para nosotros, socialistas, la democracia ha de estar al servicio de lograr las mayores cotas de igualdad y libertad entre los ciudadanos.
Como vemos, la ruptura del Estado de bienestar pone en cuestión a la misma democracia, ya que el poder y, con él, la toma de decisiones se desplaza de abajo hacia arriba, del pueblo al establishment. Es el gobierno de la oligarquía económica, para la oligarquía y por la oligarquía. En consecuencia, para que la democracia sea lo que nunca debió dejar de ser es imprescindible recuperar el Estado de bienestar y situar la política en y con el pueblo.
Otro de los factores que hiere profundamente a la democracia es la corrupción. Tenemos que hacer cuanto está a nuestro alcance para erradicar la corrupción del sistema. Es obvio que en toda corrupción hay un corruptor y un corrompido; por tanto, hay que perseguir a ambos: ninguno de los dos puede quedar exento de esta lacra.
Un tratamiento adecuado contra la corrupción nos exige separar el campo de la política y el de la justicia. De lo contrario, caeremos en la confusión y perversión de politizar la justicia y judicializar la política. En el ordenamiento judicial lo que se dirime es la culpabilidad o la inocencia y, en este sentido, lo que impera es el principio de inocencia, es decir, la inocencia no se tiene que demostrar; lo que tiene que demostrarse es la culpabilidad. En cambio, en el terreno político lo que fundamentalmente está en juego es la responsabilidad: el hacerse cargo.
El ámbito de la culpa y la esfera de la responsabilidad no son idénticos ni iguales. En política se es responsable sin ser culpable, es decir, un ministro, por ejemplo, es responsable de las medidas que adopta o de los cargos que él ha designado libremente. Si el cargo por él designado comete una falta grave, el ministro no es culpable de lo hecho pero sí responsable del nombramiento del infractor y, por ello, como es políticamente responsable tiene que asumir esa carga. ¿Cómo se asume? De la única manera que cabe asumirla: “haciéndose cargo del alcance de las decisiones”.
En la política española no se ha sabido conjugar el verbo “dimitir” porque permanentemente se ha querido mezclar la responsabilidad y la culpabilidad, es decir, judicializar la política. Para que alguien dimita no hace falta que haya una sentencia judicial; sólo es necesario que asuma su responsabilidad. Y asumir la responsabilidad no es una enfermedad; al contrario, es una medida que potencia la salud de la democracia. En consecuencia, si queremos sanear la democracia, entonces tendremos que hacer que la responsabilidad sea un pilar de la misma y no subordinarla, como hasta ahora, al ámbito judicial.
Ha llegado el tiempo de reformar el sistema electoral para realmente asegurar el derecho a la igualdad. Las desigualdades de nuestro sistema electoral residen, por un lado, en la distribución de escaños entre circunscripciones electorales y, por otro, en la desigualdad de atribuciones de escaños a las candidaturas según los resultados electorales.
La primera de las desigualdades apuntada deriva de la opción de los constituyentes por constitucionalizar la provincia como circunscripción electoral, de manera tal que en unos casos, dado el nivel de población, algunas circunscripciones electorales quedan infrarrepresentadas (como Madrid, Barcelona, etc.) y otras quedan sobrerrepresentadas (el caso de Soria, Guadalajara, Teruel, Segovia, etc.). En este caso es evidente que las diferencias demográficas producen diferencias representativas. En consecuencia, se trata de articular la garantía de que el voto de cada ciudadano tenga el mismo valor y deba valorarse de la misma manera.
La segunda de las desigualdades en atribución de escaños a las candidaturas según los resultados electorales, dependerá del grado de proporcionalidad del sistema electoral y que afectará a la igualdad de oportunidades de los partidos. El Informe del Consejo de Estado de 2009 sobre la reforma electoral en el sistema de elección al Congreso señala que existe una “importante restricción a la proporcionalidad que beneficia a los partidos más votados en cada circunscripción”, es decir, prima la concentración del voto y penaliza su dispersión.
En diferentes ocasiones se ha intentado variar nuestro sistema electoral de manera que deje de ser el menos proporcional de todos los sistemas electorales de nuestro entorno. Para ello se propusieron varias alternativas: variar el número y tamaño de las circunscripciones electorales, modificando la LOREG, ampliando el número de los diputados hasta los 400 que prevé la Constitución, disminuyendo la representación de dos a un diputado por circunscripción provincial, eliminando la barrera del 3% de votos necesarios en la circunscripción electoral, variar la fórmula de la regla D’Hont por la fórmula del resto mayor a aplicar en el sistema electoral. Pero en definitiva, la necesidad de cumplir con la doctrina del Tribunal Constitucional de que la elección de los ciudadanos sólo puede recaer sobre personas determinadas y no sobre los partidos o asociaciones que los proponen al electorado, debería llevar a una mayor y más profunda reforma de nuestro sistema electoral.
Una posibilidad de reforma electoral podría ser que se instaurase un doble sistema de elección de representantes, donde una parte de éstos se eligiesen con un sistema de listas cerradas a nivel de circunscripción regional y otros representantes se eligieran por circunscripciones más cercanas al elector, de manera tal que se prime el carácter representativo del electo y sus electores, avalado por las correspondientes formaciones políticas, conjugando el mandato del artículo 6 de la Constitución junto con la preservación de los derechos fundamentales de electores y sus representantes (artículo 23 CE).
Como vemos, se trataría de conjugar el doble voto, de manera similar al sistema electoral alemán, que está tipificado como un sistema proporcional personalizado. Su esencia es la forma en que combina un voto personal en distritos uninominales con el principio de la representación proporcional.
En los distritos uninominales el candidato que obtiene la mayoría simple es el que gana pero, a su vez, los segundos votos para los partidos se suman a nivel nacional si superan la barrera del 5% o logran tres escaños; de manera que el número de representantes se asigna a cada partido/candidatura de acuerdo con el sistema proporcional, basado en la fórmula Hare, esto es, la fórmula del resto mayor a aplicar en el sistema electoral, lo que favorece la mayor proporcionalidad.
Así pues, utilizamos las dos alternativas, tanto del sistema mayoritario de manera tal que refuerce la posición del elector y la personalización del representante (art. 23 CE) como la alternativa asentada en una representación de tipo pluralista y proporcional que reforzaría el poder de los partidos con listas cerradas (art. 6 CE). En el primer caso, la elección del representante mitigaría los efectos de la desconexión entre representantes y representados, creando una circunscripciones electorales establecidas por distritos electorales en función de la población dentro de la misma Provincia o Comunidad Autónoma. En el segundo caso, la circunscripción electoral sería la Región, de forma tal que se acaba la infrarrepresentación o la sobrerrepresentación en el caso de las actuales circunscripciones provinciales, asegurando, así, el principio de igualdad en las circunscripciones electorales, tanto en el primero como en el segundo caso.
Cierto es que la aplicación de un sistema electoral como el que proponemos debería llevar aparejado la reforma del artículo 68.2 de la Constitución, que establece la provincia como circunscripción electoral. Las circunscripciones electorales pasarán a ser las Comunidades Autónomas.
En consecuencia, no estaría fuera de lugar implementar este nuevo sistema electoral en el marco de la reforma de la Constitución, de manera que se prime el carácter representativo del representante y la igualdad de sus electores, tal y como ha configurado el Tribunal Constitucional en su doctrina jurisprudencial.
Asimismo, uno de los mayores peligros que corre la democracia de partidos es que no exista democracia en los partidos. Ésta es una de las razones por la que la ciudadanía se aleja de los partidos políticos. Pero paradójicamente cuando se produce el feliz encuentro entre la democracia y la vida orgánica de un partido, unos quieren verlo como una debilidad y otros como una lucha cainita por el poder. Y, por desgracia, lo que tendría que ser norma en todos los partidos, se convierte en excepción en algunos.
Precisamente porque lo corriente es la excepción, se estima que semejante acontecimiento democrático fractura la cohesión interna. Tal situación puede venirle muy bien a los aparatos pero sin duda alguna es perjudicial para la vida interna de los partidos: un partido se fortalece mediante el ejercicio de la democracia deliberativa en su interior.
La democracia interna no es un mecanismo de deslegitimación del liderazgo. Un partido político no es una iglesia ni un cuartel: quien es fiel a una iglesia es un feligrés y quien habita en el cuartel es soldado. Pues bien, nosotros no queremos ni feligreses ni soldados en los partidos políticos. Lo que queremos son ciudadanos con sus plenos derechos. Es inadmisible que al entrar en un partido los/as ciudadanos/as se vean obligados a renunciar a sus derechos elementales de ciudadanía.
No minusvaloremos lo que les falta a los partidos políticos: más democracia interna, más y mejores ámbitos deliberativos, mayor control y transparencia interna. Critiquemos lo que les sobra: presidencialismo, cooptación orgánica, restricción del debate por miedo al disenso, etc. Siendo las encuestas importantes no puede ser que se tornen en el eje de la dinámica interna de los partidos. Es un error fatal trasladar las reglas del mercado a la democracia.
Otro tanto sucede con los representantes de los partidos en las instituciones. Es evidente que los miembros de las Cortes Generales no están sujetos a mandato imperativo; pues nuestra democracia es “representativa” y, por tanto, el mandato de los representantes del pueblo en las instituciones políticas legislativas -de orden nacional, regional y local- es un mandato “representativo”. La disciplina de partido es imprescindible porque de lo contrario la lógica parlamentaria se vuelve ingobernable pero un parlamentario no puede ni debe convertirse en un simple “aprieta botones”.
La democracia no se fortalece con la unanimidad acéfala, sino que mejora su calidad cuando el debate es real, vivo y participativo. Por ejemplo, puede ocurrir que los parlamentarios se vean en la circunstancia de tener que votar sobre temas que no figuran en el programa electoral y que tampoco fueron oportunamente sometidos a debate en el seno de la organización. ¿Tienen que votar a favor o en contra únicamente porque lo decide la dirección? ¿Están obligados al silencio para no dar señales de discrepancia interna y no dañar la imagen de unidad orgánica? Si no queremos caer en el error de suponer que en la mecánica interna de los partidos solo cabe la lealtad o la salida, entonces debemos replantearnos cuáles son los límites de la disciplina. Democracia y disenso son consustanciales. El desafío que tenemos por delante es armonizar disenso y disciplina. Ni reclutas ni feligreses sino ciudadanos es lo que reclama la democracia.
Las primarias son un buen mecanismo para elegir candidatos/as porque con ellas impera el principio “un militante, un voto”. Sin embargo, corren el riesgo de asentar un modelo presidencialista de liderazgo si no se establecen salvaguardas. Las primarias han sido y son muy buenas pero pueden conllevar a un modelo perverso de funcionamiento interno: “el que gana, se lo lleva todo”. De ser así el partido se desliza por una pendiente presidencialista que pone en peligro la participación en la toma de decisiones. Se produce entonces un sentimiento de lejanía entre la militancia y la cúpula e incluso se llega a hablar como si fueran dos instancias antitéticas. En consecuencia, las primarias son condición necesaria para elegir al líder pero insuficiente para democratizar al partido en todos sus órdenes. Es necesario generar un procedimiento para garantizar la integración orgánica de las distintas posiciones ideológicas.
Queremos una democracia de mayor calado en la toma de decisiones. El PSOE es un partido plural y tiene el deber de plasmar esa pluralidad ideológica en su estructura interna. Ello supone un cambio en la cultura del partido: el que gana no puede ganarlo todo y el que pierde no puede perderlo todo. Por tanto, el primer compromiso de cualquier candidato debería ser: “Si gano, me comprometo a enriquecer la democracia interna y a respetar los distintos planteamientos ideológicos que hay en el seno del partido. Y, en consecuencia, la Ejecutiva que haga también estará compuesta por integrantes que designe la candidatura perdedora”. Y, en caso de haber más de dos candidaturas, nuestro compromiso tendría que ser que la elección sea mediante un sistema de doble vuelta.
Reconstrucción de la socialdemocracia: razón de ser (I)
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(Mañana, Parte III)
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Mario Salvatierra, miembro del comité federal del PSOE; Enrique Cascallana, ex alcalde de Alcorcón y ex senador; Juan Antonio Barrio, ex diputado nacional, y José Quintana, ex alcalde de Fuenlabrada y actualmente diputado en la Asamblea de Madrid.Enrique CascallanaJuan Antonio BarrioJosé Quintana