Vamos camino de cerrar la segunda gran crisis de nuestros excepcionales años veinte sin que las corporaciones hayan asimilado qué significa arrimar el hombro. Superada la fase más dura de los precios de los combustibles, calmada la tormenta energética, los precios de la compra son el impuesto más duro de las economías familiares. El debate no es si los grandes supermercados son unos “capitalistas despiadados” o víctimas de márgenes ajustados, que también. La cuestión es por qué las grandes superficies no han propuesto ninguna solución paliativa sobre la mesa en su mejor momento de esplendor económico y el peor para miles de familias. Con ingresos muy por encima de años anteriores, no han tenido un solo gesto con los más vulnerables. Llega una crisis y cientos de ciudadanos voluntarios improvisan bancos de alimentos y comedores sociales. Ante el mismo contexto, el gesto de los súper ha sido colocar unas mesas para que el consumidor pueda donar productos. La caja para ellos, la donación de los otros.
Los grandes supermercados no han conocido la crisis. En la pandemia facturaron por encima de casi cualquier sector y la inflación les ha dado otra coyuntura de éxito. No solo estas superficies. Los beneficios extraordinarios serán la nostalgia de muchos pasada la inflación. En cifras, según un reciente informe de Oxfam presentado en Davos, los salarios han perdido un 12,5% de poder adquisitivo desde 2008 mientras cada 100 ingresados por las empresas, 10 son beneficios. Con la petición de Yolanda Díaz sobre una cesta de la compra a bajo precio para familias vulnerables o el tope de productos básicos salieron todos los expertos del sector en tromba. No se podía, pero Francia lo hizo en 2011 con Sarkozy y están a punto de cerrarlo con Macron. Y en contrapartida, cero propuestas.
El debate no es si los grandes supermercados son unos “capitalistas despiadados” o víctimas de márgenes ajustados
Polarizar el debate entre los señalamientos o insultos a Mercadona, Día, Carrefour y el resto de los grandes nos aleja de señalar una disfunción cronificada en España. El problema que la patronal arrastra desde hace años es la falta de conciencia de las grandes fortunas y corporaciones en su calidad de pilar social. Un actor más que se beneficia del Estado para garantizar sus condiciones de competencia y libre mercado —cuando no rescates— e incapaz de jugar un papel responsable en la resolución de las crisis sociales. Un sector que traduce el “arrimar el hombro” o la responsabilidad corporativa en campañas de imagen o diversificar negocio.
Un repaso por las reacciones de presidentes con beneficios extraordinarios lo retratan. El primer ejecutivo de Iberdrola, Ignacio Sánchez Galán, en plena crisis energética, dijo aquello de “hay que ser tonto” para contratar la tarifa regulada. Semanas después, esa era la tarifa por la que se pagaba menos. De no ser por la pelea ganada de la ‘excepción ibérica’, la mayor compañía del IBEX 35 no hubiera movido un dedo por unas facturas impagables que dispararon sus beneficios en un 30% en septiembre de 2022. Galán no está solo en esto. Las energéticas anunciaron el recurso ante el Tribunal Constitucional de un impuesto por las ganancias extra para el próximo año.
El mantra del PP de ‘el gobierno se forra’ se traduce en políticas sociales. En las grandes corporaciones favorecidas por la inflación, solo se traduce en ingresos extra. Las grandes empresas tienen que ser parte de la solución, de la cohesión y la paz social. Mercadona apela a los sueldos netos por encima de 1.000 euros, 94.000 empleos fijos y una subida de salario por encima del 5%. Está muy bien y a la vez... qué menos. Como si el trabajador presumiera de ir a trabajar y hacerlo cinco días seguidos. El empresario Juan Roig no hace riqueza solo. Se crea en un contexto de Estado de bienestar. Con ciudadanos que puedan ir a sus supermercados a hacer la compra todos los días, final de mes incluído. Una de sus frases célebres es aquella de “cada uno de los españoles tiene que preguntarse qué puede hacer por España”. En este caso, hasta que la inflación de los alimentos baje del 15%, no le puede venir mejor.
Vamos camino de cerrar la segunda gran crisis de nuestros excepcionales años veinte sin que las corporaciones hayan asimilado qué significa arrimar el hombro. Superada la fase más dura de los precios de los combustibles, calmada la tormenta energética, los precios de la compra son el impuesto más duro de las economías familiares. El debate no es si los grandes supermercados son unos “capitalistas despiadados” o víctimas de márgenes ajustados, que también. La cuestión es por qué las grandes superficies no han propuesto ninguna solución paliativa sobre la mesa en su mejor momento de esplendor económico y el peor para miles de familias. Con ingresos muy por encima de años anteriores, no han tenido un solo gesto con los más vulnerables. Llega una crisis y cientos de ciudadanos voluntarios improvisan bancos de alimentos y comedores sociales. Ante el mismo contexto, el gesto de los súper ha sido colocar unas mesas para que el consumidor pueda donar productos. La caja para ellos, la donación de los otros.