Si quieres ver a Borges, sigue a Vargas Llosa

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Todo empieza por donde menos podíamos esperarnos: por un poema donde Mario Vargas Llosa le gasta algunas bromas magníficas a Jorge Luis Borges, de quien dice que “todo en la vida verdadera / lo asustaba, / principalmente / el sexo y el / peronismo”, y se las gasta también a sí mismo, al considerar que el autor de El Aleph era “demasiado inteligente / para escribir novelas.” Su conclusión en verso sobre el genio argentino es que fue “el escritor más sutil y elegante / de su tiempo. / Y, / probablemente, / esa rareza: / una buena persona.” El adverbio recuerda, por alguna razón, a aquel endecasílabo inigualable del maestro: “Ya no seré feliz. Tal vez no importa.”

A partir de ahí, el nuevo libro de Vargas Llosa, Medio siglo con Borges, reúne diversos materiales en los que habla de un narrador que desde que lo descubrió a mediados de los años cincuenta fue para él “una fuente inagotable de placer intelectual”. A esa admiración incondicional le añade el hecho de que sus estilos sean tan distintos, porque él se considera “un novelista intoxicado de realidad y fascinado por la historia”, al que “jamás le ha tentado la literatura fantástica.” Si en otros ámbitos muchos fueran capaces de hacer lo mismo, entender que se puede admirar lo que no se comparte, nos iría mejor como sociedad. Y se les puede usar de ejemplo a ellos dos, no tener que ver con su visión de la política y al mismo tiempo disfrutar de sus obras, que en ambos casos constituyen un verdadero festín literario. Nada es casual, como demuestra en la entrevista que mantienen en París, en 1963, donde se ve lo claro que tenía Borges su trabajo, cómo hacerlo, cómo lograr sus propósitos. “El mundo entero se aparta cuando ve pasar a un hombre que sabe adónde va”, decía, tal vez con cierta dosis de grandilocuencia, Antoine de Saint-Exupéry.

Vargas Llosa toca todos los palos aquí, el reportaje, la crítica, el territorio de los recuerdos... Nos deja ver por dentro la casa de Borges en Buenos Aires, con sus gatos, sus libros, sus adornos –un tigre de cerámica, la condecoración de un antepasado–, su humildad resaltada por las goteras y los muebles desvencijados y alguna rareza como la de tener un vestido de su madre, fallecida unos años antes, dispuesto sobre la cama de su alcoba, lo mismo que si estuviese a punto de ponérselo para salir. En esa visita, Mario le pregunta por qué no tiene publicaciones suyas en las estanterías. “¿Mías? ¿Y quién soy yo para codearme con Shakespeare o Schopenhauer?”, le responde. “¿Y por qué no hay tampoco estudios sobre él?” La contestación es típica de su ironía: sólo leyó uno de 1955, Borges, enigma y clave, porque el primero lo conocía y la segunda tuvo curiosidad por descubrirla, “pero el libro no me la dio.” En ese departamento sin pretensiones, el autor de El otro, el mismo e Historia universal de la infamia recibía a casi todos los periodistas que buscaban una de sus frases idóneas para convertirse en un buen titular y a cambio les pedía que le leyesen en voz alta un poema de Kipling o Lugones que él les indicaba. Así combatía la desgracia de haberse quedado ciego. En esa reunión, ya en 1981, también le dice que ha dulcificado su opinión sobre Neruda –lo había definido como “un buen poeta pero un hombre mezquino”–, aunque Vargas Llosa apunta que tal vez fuera al enterarse de que cuando al Nobel chileno le preguntaron en Suecia que a quién le daría el galardón, dijo sin dudarlo: “A Borges”.

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En otro capítulo, Vargas Llosa confiesa haberse cansado de algunos de sus ídolos literarios de juventud, pero no de Borges, de quien afirma que “perturbó la prosa como hizo, antes, en la poesía, Rubén Darío.” Añade, tirando por lo alto, que con el autor de Ficciones y Los conjurados “el español se vuelve inteligente.” Aunque le pone una pega, que es su marcado etnocentrismo: “Como para T. S. Eliot o Pío Baroja, para Borges la civilización sólo podía ser occidental, urbana y casi blanca; y el Oriente se salvaba pero como apéndice, filtrado por las versiones europeas de lo chino, lo persa, lo japonés o lo árabe.” Del mismo modo, le afea en otro ensayo, redactado en 1999, su “ceguera política y ética”, por su tolerancia con dos dictaduras argentinas, las que derrocaron a Perón y años después a su segunda esposa. “No resulta fácil explicar como un mero espejismo la simpatía de Borges por el régimen militar, del que, además, aceptó nombramientos y distinciones sin la menor reticencia.” Se refiere al régimen encabezado por el general Videla, “uno de los más desalmados y sanguinarios que haya padecido América Latina, que torturó, asesinó, reprimió con más ferocidad y falta de escrúpulos que todos los que le habían precedido.”

Como puede verse, Vargas Llosa no esquiva ninguno de los ángulos de aquel ser poliédrico y a veces contradictorio, que mientras cenaba con los militares se definía como “un pacifista que considera que la guerra es un crimen”; ni su pesimismo cargado de una paradójica mezcla de resignación y orgullo –“insisto en ser Borges porque cada cosa tiene la soledad de su ser, como dice Spinoza”–; ni, de nuevo, su misteriosa incapacidad o falta de ganas para escribir una novela: en 1999, el autor de La fiesta del chivo decía de otra manera lo mismo que dirá en su poema de 2014, y es que en su prosa, “por exceso de razón y de ideas, de contención intelectual, hay también, como en la de Quevedo, algo inhumano”, tal vez ideal para sus relatos de ciencia-ficción y sus “razonados poemas”, pero al mismo tiempo atrapada en una perfección con la que “hubiera sido tan imposible escribir novelas como con la de T. S. Eliot, otro extraordinario estilista al que el exceso de inteligencia recortó la aprehensión de la vida.”

Eso sí, aparte de la inextinguible admiración por los libros de Borges, también encuentra Vargas Llosa otra coincidencia sólida con él: la de considerar que “el nacionalismo es el mal de nuestra época”. Se estará de acuerdo con él en unas cosas más que en otras, pero Medio siglo con Borges es un pequeño libro memorable, que deja claro el amor de quien lo firma no sólo por su personaje, sino por la cultura en general. Y claro, hay que reconocer que él lo tenía más fácil que cualquier otro para mirarle a los ojos y de tú a tú: los dos son de la misma estatura.

Todo empieza por donde menos podíamos esperarnos: por un poema donde Mario Vargas Llosa le gasta algunas bromas magníficas a Jorge Luis Borges, de quien dice que “todo en la vida verdadera / lo asustaba, / principalmente / el sexo y el / peronismo”, y se las gasta también a sí mismo, al considerar que el autor de El Aleph era “demasiado inteligente / para escribir novelas.” Su conclusión en verso sobre el genio argentino es que fue “el escritor más sutil y elegante / de su tiempo. / Y, / probablemente, / esa rareza: / una buena persona.” El adverbio recuerda, por alguna razón, a aquel endecasílabo inigualable del maestro: “Ya no seré feliz. Tal vez no importa.”

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