El periodismo vs. Pegasus

En semanas en las que ruedan cabezas y legislaturas peligran por el uso del spyware Pegasus, resulta conveniente recordar cuál es la crucial relación entre Pegasus (y otros programas de este tipo) y el periodismo. Esta relación es ambivalente porque al mismo tiempo que el uso de este tipo de software por parte tanto de regímenes autoritarios como de democracias liberales pone en peligro las condiciones de posibilidad del periodismo, los periodistas juegan un rol esencial en la lucha contra este tipo de programas, constituyendo el último dique de protección frente a estos abusos.

No en vano, resulta esencial refrescar la memoria y recordar que el escándalo de Pegasus comenzó salpicando a un buen número de dictaduras que lo utilizaban para espiar a, sobre todo, periodistas. Este software se utilizó como arma a través de dos estrategias: por una parte, saber con qué información contaban y quiénes eran sus fuentes; por otra, podían recabar quiénes eran sus seres queridos, cuál era su rutina, qué documentos tenían o qué incluían sus mensajes más íntimos. Este espionaje ilegal de periodistas —que poco tiene que ver con el seguimiento con autorizaciones judiciales que se da en democracias— pone en riesgo no solo la integridad de estos profesionales a través de chantajes o amenazas sino también la propia posibilidad de desvelar abusos de poder. En otras palabras, la libertad de expresión y el derecho a la información.

En las últimas dos décadas ha habido una intensificación en la represión de denunciantes, como Edward Snowden, y de activistas, como Julian Assange, que también ha afectado al gremio de los periodistas

Frente a esto, los periodistas han aprendido a armarse: a través de la protección de sus dispositivos, la encriptación de sus comunicaciones e incluso el uso de dispositivos que nunca hayan sido conectados a internet. Esta “pulcritud digital” es esencial porque, como argumentaban los periodistas de investigación Laurent Richard y Sandrine Rigaud, el periodismo es nuestra mayor defensa frente a aquellos que quieren convertir nuestros móviles en micrófonos. Su ONG, Forbidden Stories, investigó durante meses los abusos de diferentes Estados, trabajando con 80 periodistas de 16 medios diferentes. Así, la combinación de esas precauciones con la formación de coaliciones de periodistas son ese último dique de protección democrático.

Sin embargo, no podemos ser autocomplacientes. En las últimas dos décadas ha habido una intensificación en la represión de denunciantes, como Edward Snowden, y de activistas, como Julian Assange, que también ha afectado al gremio de los periodistas. Por ejemplo, en entrevistas que realicé para mi tesis doctoral pude hablar con periodistas que por haber sido investigados por agencias como el FBI perdieron la posibilidad de informar sobre seguridad nacional. Este tipo de investigaciones estigmatizan a periodistas, quienes acaban perdiendo a sus informantes, incluso si son absueltos de esas acusaciones. Esto ha llevado a un “efecto amedrentador” (chilling effect) para los periodistas que cubren cuestiones de seguridad nacional. Asimismo, el trabajo de académicas como Julia Cagé ha demostrado cómo el actual modelo económico ha mermado exponencialmente la capacidad de los medios de comunicación de financiarse y constreñido las informaciones que los medios pueden publicar. Esto pone en riesgo el periodismo de investigación, puesto que pese a ser el más necesario para hacer frente al poder, es también el más lento y, por tanto, el más caro.

Quizá el periodismo no pueda evitar que se vuelva a dar otro abuso como Pegasus. Lo que es seguro es que, sin el periodismo, estamos condenados a vivir sin siquiera saberlo. Cuidemos de él.

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