Ataques en Magdeburgo: la cautela como arma Ruth Ferrero-Turrión
¿Quién vigila a los vigilantes? Por un control democrático de los servicios de inteligencia
Como planteábamos en la primera parte de esta serie especial sobre inteligencia, las agencias de inteligencia occidentales operan con una doble impunidad: no solo actúan sin un control democrático efectivo, sino que además consiguen intimidar o castigar a aquellos que tratan de denunciar sus acciones. Frente a este enorme desafío, ¿qué políticas cabe proponer? En este artículo, se proponen algunas reformas institucionales de alcance nacional e internacional que garanticen un control democrático de los servicios de inteligencia. Asimismo, se establecen algunas condiciones necesarias para poder llevarlas a cabo.
En primer lugar, a nivel nacional distinguimos tres instrumentos a disposición del legislador: el control judicial, el control parlamentario y las agencias especializadas. En lo relativo al primero, la fuerte autonomía del poder judicial ha permitido a nuestro país ser ejemplar en la rendición de cuentas de los responsables de violencia de Estado (no en vano, el nuestro es uno de los pocos países que ha llegado a condenar a ministros o secretarios de estado por estos delitos).
No obstante, en lo relativo al control parlamentario nuestro país carece de una comisión dedicada exclusivamente al control de los servicios de inteligencia, como sí la tienen países como EEUU (con sus select committees de inteligencia tanto en la Cámara de Representantes como en el Senado), Reino Unido (Intelligence and Security Committee con miembros de ambas cámaras), Alemania (Parlamentarische Kontrollgremium y la comisión G10) o incluso Francia (con su Délégation parlementaire au renseignement en la Asamblea Nacional). A diferencia de estas democracias, en España tan solo tenemos la Comisión de control de los créditos destinados a gastos reservados, cuya responsabilidad es la de auditar los “fondos reservados” con los que se financia, entre otras instituciones, el Centro Nacional de Inteligencia (CNI). No obstante, este es, principalmente, un control de las finanzas y no de las operaciones, y, en ocasiones, la frecuencia con la que se reúne no llega a ser ni anual. Esta rendición de cuentas es incluso más complicada si consideramos que por costumbre se ha venido nombrando como miembros de esta comisión a los portavoces de los diferentes grupos parlamentarios, que carecen generalmente del conocimiento técnico necesario para este tipo de control y del tiempo requerido para llevarlo a cabo.
Asimismo, parece complicado crear una agencia que haga un control técnico, como la Comisión Nacional de Control de Técnicas de Inteligencia (CNCTR, por sus siglas en francés), recientemente creada en Francia, y que combina perfiles parlamentarios de diferentes cámaras y partidos con jueces y técnicos especializados en telecomunicaciones. Hoy, el panorama político español parece poco favorable a la creación de agencias independientes que vigilen a diferentes poderes públicos, como demuestra, por ejemplo, la oposición a la Autoridad Independiente de Responsabilidad Fiscal. Dado que la tecnología avanza más rápidamente que el Derecho, esta resistencia a una agencia técnica independiente resulta cuando menos preocupante.
Las agencias de inteligencia occidentales operan con una doble impunidad: no solo actúan sin un control democrático efectivo, sino que además consiguen intimidar o castigar a aquellos que tratan de denunciar sus acciones
Por último, el nivel al que las agencias de inteligencia operan con mayor impunidad es el transnacional. El principio que opera en los intercambios de información entre agencias es el third-party rule (o "regla de terceros"), que prohíbe compartir la información recibida por parte de una agencia con ningún otro actor. Esta doctrina se viene utilizando estas últimas dos décadas a modo de protección contra los mecanismos judiciales, legislativos y técnicos descritos anteriormente, incluso en países donde este sistema de control está más desarrollado. ¿Cómo? A través de considerar “terceras partes” a sus agencias de control. Por ejemplo, si la DGSE francesa recibiera información por parte de la CIA, se escudaría en esta doctrina para no explicar detalles esenciales a sus agencias de control, a sus jueces, a la Asamblea Nacional francesa, o a la CNTR. Necesitamos, por tanto, constituir a través de organizaciones internacionales como las Naciones Unidas un marco institucional que permita un control internacional de estas agencias (similar, por ejemplo, al del Protocolo Facultativo de la Convención contra la tortura y otros tratos o penas crueles, inhumanos o degradantes, que permite investigaciones de equipos internacionales en casos de denuncias).
No obstante, resulta esencial no caer en el voluntarismo que denuncia Sánchez Cuenca en La desfachatez intelectual (2016) cuando critica la ligereza con la que se proponen ciertas reformas legislativas sin plantear cómo vencer las posibles resistencias que estas podrían suscitar, a lo que también podríamos añadir una reflexión sobre qué tipo de coyunturas abren una ventana de oportunidad para plantear estas reformas. Contextualicemos, por ejemplo, la emergencia del primer sistema de control parlamentario: el estadounidense. Este se desarrolló cuando una investigación del New York Times provocó un escándalo que sacudió Estados Unidos a mediados de los años setenta, cuando operaciones de la CIA como CHAOS o del FBI como COINTELPRO violaron flagrantemente la constitución de este país al cometer asesinatos sumarísimos (tanto de líderes extranjeros como de activistas norteamericanos), manipulaciones políticas, espionajes extrajudiciales y campañas de chantaje.
El poder legislativo y el ejecutivo establecieron varias comisiones de investigación, entre la que destacó el Comité Church, que realizó informes detallados sobre estas actividades y propone el marco jurídico que da pie a los “comités selectos” mencionados anteriormente. El caso de los EEUU pone de relieve cómo la colaboración entre medios de comunicación, organizaciones de la sociedad civil (particularmente de activistas antirracistas y antibelicistas) y expertos técnicos (incluso exagentes de la CIA) lograron ejercer la suficiente presión sobre el campo político como para realizar reformas que hasta entonces habrían parecido imposibles (particularmente por el estatus de superpotencia de los EE. UU. y el contexto de Guerra Fría).
Sin embargo, dos legislaturas de Ronald Reagan —declarado enemigo de estos mecanismos de control— y veinte años de Guerra contra el terror fueron suficientes para desmantelar gran parte de estas garantías constitucionales. Hoy nuestros medios de comunicación tienen más problemas financieros que nunca y, por tanto, equipos de investigación raquíticos, nuestra sociedad civil está más atomizada, y los gobiernos a ambos lados del Atlántico persiguen a denunciantes como Snowden acusándoles de traidores. No es de extrañar, pues, que cuando éste dio un paso adelante para demostrar estas malas prácticas con cientos de miles de pruebas, la falta de preparación y la agresividad de los estados occidentales se tradujo en lo que el investigador del CNRS Félix Tréguer denomina “la paradoja Snowden”: el hecho de que su heroísmo se aprovechara para reformas legislativas superficiales que, bajo la excusa de un sistema de control más efectivo, legalizaba la mayor parte de las técnicas de vigilancia masiva que denunció. Así, la Loi relative au renseignement francesa de 2015, el Investigatory Powers Act británico de 2016, y la reforma alemana en curso —todas ellas consecuencia política de las revelaciones Snowden— introdujeron o proponen introducir nuevas capacidades de intervención para sus agencias.
Garantizar un control efectivo de los servicios de inteligencia de una democracia (y de sus cuerpos y fuerzas de seguridad) requiere el conocimiento comparativo y técnico de qué políticas funcionan, pero también comprender cómo construir coaliciones entre medios de comunicación, organizaciones de la sociedad civil y actores políticos necesarias para empujar esas reformas.
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