El TTIP o cómo amañar un arbitraje de inversiones

Arturo Espinosa

Imaginemos que existen recelos por parte de los gobiernos sobre la neutralidad en la valoración de las demandas que puedan interponer empresas multinacionales nacionales ante determinados tribunales extranjeros. Añadámosle procesos lentos y sospechas sobre corruptelas varias que atraviesan la judicatura. Parece, ante tal panorama, que la seguridad e independencia con que debieran ser abordadas controversias relativas a inversores y expropiaciones de inversiones en el territorio nacional de un país no ofrecen garantías de despolitización e imparcialidad. Para dar solución a esta situación, se decide acudir a tribunales de arbitraje internacionales que puedan garantizar transparencia, independencia e imparcialidad durante el proceso. Si bien pareciera una solución lógica y deseable, lo que a continuación se pone de manifiesto como la articulación de un acuerdo de arbitraje internacional, integrado en numerosos Tratados Bilaterales de Inversión (TBI) o Tratados de Libre Comercio (TLC), puede degradarse dolosamente hasta contravenir precisamente las garantías e independencias que ambas partes debieran asegurarse en un proceso.

El primer elemento que ya de entrada nos hace maliciar sobre las bondades de los Tratados de Inversiones es que no permiten a Estados, gobiernos y comunidades presentar demandas ante el tribunal de arbitraje internacional que debe juzgar las controversias que puedan derivarse de la interpretación del tratado. Sólo los inversores, léase empresas multinacionales, tienen potestad para ello, saltándose, además, a los tribunales nacionales. El sentido común ya nos pone en preaviso de que tal circunstancia mantiene al estado en inferioridad ante la imposibilidad de buscar reparaciones por daños causados por los inversores, cosa que, además de injusta, parece estar borrando el principio de libre acceso a la reparación que debiera prevalecer para ambas partes.

El segundo elemento que desvirtúa y deslegitima el sistema de arbitraje internacional reside en la propia laxitud e inconcreción con que se redactan los tratados, de manera que la base jurídica sobre la que se sustenta la interposición de demandas se ve ampliada precisamente por esa inconcreción. Así, por ejemplo, encontramos que el concepto “inversión” puede abarcar, en este ejercicio de interpretación amplio, dinero, bienes o posibles ganancias futuras.

Con estos dos elementos ya podemos anticipar un primer corolario: las demandas de multinacionales a Estados, amparadas por esta laxitud del articulado, han crecido vertiginosamente en los últimos años.

Otros elementos pueden ser añadidos a la receta del arbitraje amañado.

El sistema de arbitraje internacional se ha convertido en un lucrativo negocio controlado por un selecto grupo de bufetes, abogados y árbitros que con celo, oscurantismo y defensa acérrima de un sistema volcando en favor de los intereses y derechos de las multinacionales, les asegura voluminosas minutas y cierra sobre si mismos la puesta en práctica de este sistema viciado de irregularidades. Por si fuera poco, existe una ominosa práctica de puertas giratorias entre árbitros y abogados que pasan a desempeñar ambas funciones, entrando a su vez como asesores de gobiernos para el redactado de Tratados y copando la academia con una defensa inflexible sobre el sistema de arbitraje como elemento indispensable para la seguridad de las inversiones, condenando al ostracismo académico a las voces críticas sobre la falta de independencia del sistema y las fallas del mismo en su claro sesgo en favor de los derechos (nunca se habla de obligaciones) de los inversores.

Como se ha mencionado, la laxitud del redactado permite anteponer muchas demandas y, sorpresa, la potestad normativa y reguladora de los estados, que emana del mandato democrático expresado por la ciudadanía para que se gestione el interés público, es el foco sobre el que nacen todas estas crecientes demandas. Esto es, pongámoslo más fácil: las normas y leyes que pueda aprobar un parlamento son vistas por los abogados especializados en arbitraje de inversiones como una oportunidad pintiparada para auspiciar nuevas demandas y conseguir mayores ingresos. De nuevo, un poco más concreto: medidas tributarias o políticas fiscales, la prohibición de productos químicos, requerir que se realicen evaluaciones de impacto ambiental, regulaciones sobre residuos, nuevos impuestos, adopción de leyes ambientales… son consideradas base suficiente para que las corporaciones demanden, empujadas por los abogados en busca de su propio lucro y en defensa de su pujante negocio, considerando a la legislación pública un efecto perjudicial sobre ganancias perdidas (sí, también se han cernido sobre países en situaciones de emergencia social, financiera y en guerra civil, como Grecia, Argentina y Libia). Una conocida práctica de asesoramiento de los abogados expertos en inversiones internacionales, llamada treaty shopping, consiste en la búsqueda del país que tenga un tratado más ventajoso para vehiculizar la inversión a través del mismo y tener mayores oportunidades de demandar al estado receptor de la inversión.

De nuevo podemos extraer un segundo corolario: ante una potencial demanda, los estados se encuentran con que el acto de legislar para defender el bien e interés público tiene un coste (muy elevado) en función del laudo emitido por un tribunal arbitral endogámico y opaco. El legislador, ante la posibilidad de una demanda, consulta a consultores sobre el tratado para buscar su aprobación y, de no tenerla, quizás propone leyes laxas o insuficientes a lo que sería deseable para cubrir la materia: la amenaza de interponer una demanda ya actúa como elemento disuasorio para el ejercicio de los gobiernos. Las restricciones, legales y económicas, que se imponen en el marco de los tratados son muy duras, mientras que se tiene un enfoque restrictivo de los Derechos Humanos y Sociales que se amparan en la legislación internacional, lo que en última instancia es un sabotaje a la democracia como principio regulador de nuestras sociedades.

Las indemnizaciones, millonarias en su inmensa mayoría, corren a cargo de las ciudadanías que con sus impuestos deben pagar no sólo las indemnizaciones, sino también los costes de largos procesos judiciales que incluso se reparten entre las partes aunque el fallo laudatorio no resultara favorable a los inversores. Estas mismas multinacionales son las que en algunos casos se demuestra que siguen utilizando servicios jurídicos para la implementación de estrategias agresivas de elusión fiscal, de manera que diezman los recursos de los estados para mantener en funcionamiento las democracias y luego demandan a los mismos cuando legislan en favor del interés público.

Un último ingrediente puede ser añadido a la receta de los tribunales amañados, que además resonará con la dimensión especulativa por todos conocidos por las funestas consecuencias que ha tenido para las economías y los ciudadanos. Después de todos los elementos mencionados, no faltaba mucho para que apareciera la financiación ajena de estas demandas por parte de bancos, compañías de seguros y fondos de alto riesgo que esperan obtener cuantiosos réditos de su inversión. La entrada de terceros financiadores amortigua los riesgos de costosos procesos que deben asumir, en la parte que les corresponda, los inversores. Los fondos de inversión entran en el sistema de arbitraje estimulando demandas especulativas con la confianza de quien sabe que la balanza está inclinada a su favor por el engranaje interesado y lucrativo urdido por abogados, árbitros y la propia y deliberada opacidad del sistema. La oportunidad de esquilmar a los estados es banquete para inversores y especuladores.

La necesidad de sistemas de arbitraje y tratados de inversión como únicas garantías que faciliten, promuevan y agilicen las inversiones transnacionales no es siquiera cierta de manera taxativa, y la defensa del sistema de derecho y del arbitraje internacional bajo estas circunstancias no es más que una pieza del dispositivo neoliberal que tergiversa el propio espíritu del derecho por su acérrimo temor a la democracia.

Es necesario que se divulguen informaciones como la de las líneas precedentes, que se denuncie el propio sistema, se planteen reformas imprescindibles para hacerlo justo y que la ciudadanía conozca las maquinaciones que de manera velada constriñen a las democracias y subyugan su bienestar.

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Las negociaciones del TTIP siguen en marcha, y el Investor State Dispute Settlement (ISDS) que lleva en su seno pretende subordinar el interés público a la lógica de los intereses privados.

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Arturo Espinosa pertenece al Observatorio RSC

Imaginemos que existen recelos por parte de los gobiernos sobre la neutralidad en la valoración de las demandas que puedan interponer empresas multinacionales nacionales ante determinados tribunales extranjeros. Añadámosle procesos lentos y sospechas sobre corruptelas varias que atraviesan la judicatura. Parece, ante tal panorama, que la seguridad e independencia con que debieran ser abordadas controversias relativas a inversores y expropiaciones de inversiones en el territorio nacional de un país no ofrecen garantías de despolitización e imparcialidad. Para dar solución a esta situación, se decide acudir a tribunales de arbitraje internacionales que puedan garantizar transparencia, independencia e imparcialidad durante el proceso. Si bien pareciera una solución lógica y deseable, lo que a continuación se pone de manifiesto como la articulación de un acuerdo de arbitraje internacional, integrado en numerosos Tratados Bilaterales de Inversión (TBI) o Tratados de Libre Comercio (TLC), puede degradarse dolosamente hasta contravenir precisamente las garantías e independencias que ambas partes debieran asegurarse en un proceso.

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