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A 2021 le pido cantar, ¡cantar a pleno pulmón!

Daniel Basteiro nueva.

Cantar se convirtió en una actividad de riesgo. Así lo advirtieron los expertos en este 2020. Al cantar, se expulsa una gran proporción de gotículas, muchas más que al hablar, que se quedan suspendidas en el aire y pueden infectar a cualquiera que entre en contacto con ellas. En espacios cerrados podría provocar daños catastróficos, alertaron las autoridades sanitarias. En las primeras semanas de la pandemia, en los medios aparecieron pronto noticias espeluznantes de supercontagiadores responsables de importantes brotes. Uno de esos focos llegó a diezmar al coro del Teatro de la Zarzuela, con varios integrantes ingresados. En boca cerrada no entran virus, recomendaron los que sabían. Cerrado por covid-19.

El canto es también una afición muy popular y España, un país de cantores. En cualquier pueblo, universidad o colectivo hay un coro. En casi todas las parroquias hay uno. Se calcula que en nuestro país más de 100.000 personas participan en agrupaciones corales. Es una estimación extremadamente conservadora, ya que muchas no constan en registro alguno. Sin ir más lejos, se cree que en el Reino Unido ascienden a 2,8 millones. Cantar es barato, ya que no requiere más instrumento que uno mismo. Hacerlo de manera aficionada está al alcance de grandes grupos de población y no requiere grandes conocimientos previos.

Es beneficioso para la salud, según no pocos estudios. Mejora la respiración, la postura y la tensión muscular, pero también ejercita el cerebro, la memoria y hasta previene la demencia mucho más que escuchar música de forma relativamente pasiva. Hacerlo en grupo es también una manera de socializar y, en muchas ocasiones, fomenta la cohesión social, la integración y la tolerancia. De alguna manera, también en los coros hay política y creación de comunidad, especialmente si se fundan con carácter integrador y abierto y ponen en contacto a personas que de otra forma estarían desconectadas. Mientras las redes sociales son utilizadas a veces como cámara de eco que se retroalimenta al servicio de la fragmentación y la polarización (cuando no directamente la desinformación), un coro, como un deporte de equipo, reúne a los distintos en un mismo interés, difumina las carencias, se complementa internamente y se eleva con una sola voz. Y cara a cara, para siempre aprender algo.

Pero, sobre todo, cantar es sinónimo de felicidad. Para cantar no hace falta estar contento, claro. Hay también multitud de obras tristes o melancólicas, pero incluso para interpretar bien esas hay que hacerlo desde una cierta serenidad que se refuerza y da paso, a través del propio ejercicio, a la satisfacción. Cantar limpia y expurga. Funciona desde los ritos ancestrales a la isla desierta en la que si cantas, ya no estás solo, pasando por la ducha mañanera en la que todos somos, con el grifo abierto y durante unos segundos, Pavarotti en Covent Garden en una interpretación aclamada por la crítica.

Un país sin coros es un país sin voz. En ese sentido, la pandemia nos sumergió en una profunda afonía, sólo rota por los aplausos a los sanitarios que nos cuidaron en medio de lágrimas en silencio, en la soledad de las casas. El bicho hizo que aquellas actividades o incluso gestos que rebosan belleza, como un beso o un abrazo, se convirtieran de la noche a la mañana en peligrosas amenazas. Amar era peligroso. Cantar, también.

Semanas antes de que estallara la pandemia, el coro en el que canto participó en dos conciertos en el Ateneo de Madrid. En el primero contamos con una directora invitada, venida desde EEUU, con la que aprendimos sobre Gospel y música africana, además de interpretar una sencilla y deliciosa canción con letra de Langston Hughes, un poeta del renacimiento negro de Harlem en la década de 1920 que casi cada semana me reclama desde algún lugar recóndito de la memoria. En el segundo, estrenamos con nuestra directora titular varias obras de una compositora cubana que no pudo asistir y se quedó sin poder escuchar en vivo el resultado de su creación. Cantábamos ajenos al virus, muy juntitos, como si fuéramos libres o, en realidad, liberándonos. Nos sentimos en conexión no sólo con lugares lejanos en los que nunca habíamos estado, no sólo con tiempos y vidas pasadas, sino con nosotros mismos y un público agradecido. 

La música en directo tiene ese encanto, esa magia, como el teatro, de lo único e irrepetible, de momentos en los que parece que todas las piezas encajan, que todo tiene sentido de forma extraña, pacífica y placentera. Nos han faltado demasiados de esos momentos durante la pandemia. Pasaron muchos meses de pseudoensayos por videoconferencia y el coro volvió a reunirse. Resulta que no era ni mucho menos peligroso si se abrían las ventanas y se usaban las incómodas mascarillas, que poco menos que se meten en la boca como un calcetín si tomas mucho aire muy rápido. Aquellas agrupaciones que retomaron su actividad con sencillas medidas de seguridad no protagonizaron más artículos de periódico. Y resultó que mientras algunos luchaban por los bares como fetiche de su libertad habían condenado con gran indiferencia y si motivo actividades culturales infinitamente más nutritivas.

Ahora, muchos de esos coros luchan por salir de su letargo, sobre todo aquellos no profesionales, que son la mayoría. Yo me sigo acordando de ese poema de Langston Hughes, con música de Christopher Harris, que primero readapté para mi consumo interno como un himno antirracista en pleno Black Lives Matter y luego dio paso a una interpretación universal (como cualquier canto antirracista o contra la discriminación, en realidad) sobre los sueños y los anhelos de libertad, tantas veces mutilada durante este aciago 2020.

Si cantamos es que estamos muy vivos. Al 2021 le pido cantar, un ambiente respirable con el que nos llenemos los pulmones y la música y cultura que más que construir sueños, los cumple. ¡Feliz año!

The Dream Keeper

Bring me all of your dreams,You dreamer,Bring me all yourHeart melodiesThat I may wrap themIn a blue cloud-clothAway from the too-rough fingersOf the world.

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