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La lectura de El escándalo de las residencias (Planeta, 2021), el libro de Manuel Rico, conmueve, invita a hacer ejercicio de memoria y obliga a pensar. Y pensar sobre las complejidades de nuestra realidad es una obligación cada vez más necesaria en medio de las dinámicas de polarización que entorpecen las conversaciones democráticas y esclarecedoras sobre nuestro mundo.
En 1970, alumno de los padres escolapios de Granada, formé parte de la Legión de María, una asociación dedicada a hacer obras de caridad. Un grupo de muchachos, con guitarras y voces mal afinadas, visitábamos asilos para entretener a los ancianos. Recibí entonces una de las lecciones más importantes de mi vida después de cantar de manera infame “Palmero, sube a la palma”. Una mujer mayor me llamó, me acerqué, sonrió y al oído me dijo: “esto es una tomadura de pelo”. Más de 50 años después, sigo acordándome de aquel comentario al escuchar las voces desafinadas de muchas discusiones tramposas.
Tardé poco en comprender que la justicia social no podía depender de la caridad. Era necesario luchar por un mundo mejor. Al entrar en la Universidad, me encontré con un panorama político en el que el deseo de justicia resultaba inseparable de la militancia contra la dictadura franquista. Hacerme comunista fue para mí luchar por la libertad, comunismo y libertad, heredero de una militancia que durante años había arriesgado su vida y su trabajo en nombre de la igualdad social. Dedicado a la literatura, me sentía, además, heredero de Rafael Alberti, María Teresa León, Miguel Hernández, Luisa Carnés, Blas de Otero o Ángel González. Y hasta de muchos intelectuales que, como Antonio Machado, sin sentirse comunistas, habían sido compañeros de viaje en la lucha por la libertad y la justicia. Un intelectual católico, José Bergamín, poco dispuesto a renunciar a su fe en la inmortalidad del alma, hizo en los años 30 una famosa declaración: “Con los comunistas hasta la muerte, pero ni un paso más”.
Cuando comprobé que en nombre del comunismo se habían forjado dictaduras corruptas, me costó poco trabajo repudiar el estalinismo. Una voz me dijo al oído: “este tipo de comunismo es una sangrante tomadura de pelo”. Ni un paso más sin libertad. Pablo Neruda había escrito ya contra un sistema que llenaba de ahorcados los jardines de la Unión Soviética, y en España, como he dicho, eran inseparables las ilusiones socialistas y la lucha por la libertad. Por eso me pareció indecente el izquierdismo de los que seguían defendiendo torturas y muertes en nombre de sus justicias. El fin no justifica los medios.
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Tampoco me parecen justificables los medios que no resultan compatibles con la dignidad humana y social. Al leer el libro de Manuel Rico he recordado los viejos asilos, pero, sobre todo, la dinámica más reciente que ha ido convirtiendo en negocio la salud, la educación y el cuidado de nuestros mayores. Y convertir en negocio no es sólo privatizar servicios y empobrecer los sistemas públicos, sino crear mecanismos para quedarse de manera concertada con las inversiones del Estado. Seguimos topándonos con la Iglesia. El neoliberalismo, que intenta no pagar impuestos, se lanza a convertir en negocio propio los impuestos que pagamos los demás. En esta inercia, su obsesión por los beneficios degrada hasta límites vergonzosos la calidad de sus cuidados.
Los miles de muertos en las residencias de ancianos durante la pandemia, 20.000 mil según los cálculos más bajos en la primera ola, suponen una vergüenza indicativa de los grados de bajeza que se han alcanzado. Ni se supo preparar una respuesta, ni se pudo reaccionar. La complicidad de algunas autoridades políticas como las de la Comunidad de Madrid alcanzó tono de genocidio al prohibir que los ancianos de las residencias fueran tratados en los hospitales. La decisión de quién debe ingresar en una UVI corresponde a los médicos, no a un Consejero o una Presidenta de Comunidad.
Recuerdo bien la frase con la que Manuel Vázquez Montalbán resumió una conversación nuestra en La Habana: “en realidad, tú y yo somos socialdemócratas”. Si los neoliberales quieren aceptar el consejo de un viejo comunista, les sugiero que asuman una verdad ética: las propias ideas no pueden justificar matanzas de ningún tipo. Escuchadme: no es obligatorio ser estalinista, ni genocida. Y vuestra libertad se parece mucho a un genocidio, a una ley del más fuerte que no tiene escrúpulos al hacer negocio sobre la dignidad y la vida de las personas. Habrá que poner un poco de orden social, porque esta libertad es una tomadura sangrienta de pelo. En homenaje a los ancianos desamparados y muertos en las residencias, recordemos juntos la famosa frase que pronunció Madame Roland cuando subía al patíbulo: “¡Oh, libertad, cuántos crímenes se cometen en tu nombre!”.
La lectura de El escándalo de las residencias (Planeta, 2021), el libro de Manuel Rico, conmueve, invita a hacer ejercicio de memoria y obliga a pensar. Y pensar sobre las complejidades de nuestra realidad es una obligación cada vez más necesaria en medio de las dinámicas de polarización que entorpecen las conversaciones democráticas y esclarecedoras sobre nuestro mundo.
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