El debate público

Vivimos unos días en los que las tensiones políticas provocan que las ideas y los valores queden desdibujados en una representación convertida en circo mediático. Más que el sentido de lo que se aprueba, cobran relieve las estrategias y las afirmaciones en los procesos de negociación. Quizá la literatura pueda aportar algunas lecciones en estos procesos que acaban por mezclar la intimidad, lo privado y lo público. Me atrevo a confesar aquí tres lecciones que aprendí de la poesía.

1.- Conviene que el yo biográfico no suplante al yo literario. Es decir, conviene que las coyunturas personales no impidan que el protagonista de un poema llegue a alcanzar una significación colectiva cuando habla del amor, la muerte, la política o el trabajo. El poeta establece una relación de honestidad a la hora de pensar en su propio yo, en sus verdades, en sus inquietudes. Pero el reto está en conseguir que ese yo sea capaz de pasar a lo público sin convertirse en un desahogo personalista. Se trata de poner en juego los valores de la condición humana, una indagación común sobre los sentimientos compartidos. El poema funciona cuando las palabras sirven para que el lector las habite, las haga suyas. Por eso es conveniente huir de la soberbia y la prepotencia, controlando con honestidad el yo biográfico en favor de una responsabilidad pública. La anécdota del yo no puede suponer un desmantelamiento del nosotros. Nos es lo mismo mandar que ordenar, y un buen poeta es el que sabe ordenar las palabras sin cegarse en la vanidad de su mando.

En el esfuerzo de conocer y comunicar una verdad, es tan importante elegir lo que se dice como entender lo que debe callarse

2.- Conviene aprender a morderse la lengua. Tomarse en serio las palabras y comprender todo lo que se pone en juego dentro de ellas implica evitar la falsedad, pero también alejarse de la verborrea, la grandilocuencia, los golpes de efecto superficiales y el retoricismo. En el esfuerzo de conocer y comunicar una verdad, es tan importante elegir lo que se dice como entender lo que debe callarse. Hay adjetivos, ocurrencias, giros, que sólo sirven para desviar la atención, entorpecer el sentido de los argumentos, dar marcha a atrás o detener la lectura en el aplauso de las habilidades. Se obstaculizan así las razones últimas del poema. Un buen poeta aprende que no se ocultan los errores y contradicciones a base de provocar un ruido estilístico desmedido. La necesidad de corregir debe ser más honesta, porque los seguidores del ruido son a la larga una mala compañía. Hay que pensar lo que se dice antes de decir lo que pensamos. La papelera del despacho sí es una compañía imprescindible de trabajo. Todo lo que pertenece al silencio forma parte de la buena música.

Y 3.- El sentido de la vergüenza y el pudor son una exigencia imprescindible del bien común y la convivencia. Esta lección es clave en todo ejercicio que suponga un paso entre la intimidad, lo privado y lo público. No se trata de traicionarse, de ser indiferente, sino de comprender el peligro de hacer el ridículo cuando lo que decimos desde el yo tiene poco que ver con la realidad pública. Lo grave no es recibir ataques, eso se da por supuesto y uno se acostumbra pronto a vivir bajo el fuego enemigo. Lo grave es que los enemigos tengan razón. Conviene no ser soberbio cuando te acusan de soberbio, no ser machista cuando te acusan de machista, no ser mentiroso y egoísta cuando te acusan de mentir y actuar por puro egoísmo. El pudor es una cuestión de estilo, mirarse en el espejo es un requisito a la hora de salir en público para pasar del yo biográfico a un yo literario de valores colectivos.

Son tres lecciones que me ha enseñado el oficio de poeta. No sé si serán de utilidad pública o se trata sólo de cuestiones que afectan desde hace muchos años a mi vocación de poeta.

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