¿Estar desconectado?

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Es bien sabido: si queremos recuperar fuerzas, conviene aprovechar las vacaciones para desconectar. Nos esforzamos en alejarnos en lo posible de las preocupaciones laborales, nos distanciamos de las polémicas vertiginosas del día a día, usamos menos el teléfono, nos acercamos poco al televisor y si es posible para ver alguna película que se nos pasó o que queremos recordar, nos dedicamos a leer algunos libros que tenemos pendientes, en fin, paseamos al anochecer o al amanecer por calles o por pinares que nos devuelven un olvidado sabor a nosotros mismos.

Después de decir dos o tres veces en reuniones de intimidad amistosa que estoy consiguiendo desconectar, mi conciencia precavida me llama la atención sobre las posibles contradicciones y desmentidos que se establecen entre el deseo de desconectar y el hecho de recuperar un olvidado sabor a mí mismo. ¿De verdad que soy un desconectado?

Muchas personas están incómodas porque la situación de la pandemia les impide utilizar sus vacaciones para viajar. Yo tengo desde hace muchos años la costumbre de aprovechar el verano para volver a los lugares de siempre. Allí reencuentro la utopía modesta de estar tranquilo y de vivir una alegría compartida.

Me dedico, por ejemplo, a regar las plantas, observar la lentitud disciplinada de la naturaleza que espera su época del año, brota, se hace rama y pétalo, asciende por el muro o por las barandillas con una minuciosa voluntad. La terraza trasera de casa de mis padres o la casa en la que ahora veraneo en Rota me recuerda la poderosa vitalidad de la lentitud. La hermosa tentación de disponer de tiempo para pensar las cosas, sentirse al margen del vértigo, volver a una canción o un libro, cultivar las largas sobremesas con una copa y dos o tres conversaciones, o tres copas y una conversación, mover recuerdos hasta sentirse heredero de un mundo que permanece y nos liga al futuro como una buganvilla que se pega a la pared y asciende poco a poco guiada por la tierra húmeda en sus raíces y por la luz en su voluntad y en su tímida vanguardia.

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Es esa lentitud la que nos hace dueños del tiempo, la que nos ayuda a pensar lo que hacemos y decimos, la que nos permite comprender que el mañana no debe ser una servidumbre impuesta, porque es posible saber esperar, decidir, podar, regar, al ritmo de la naturaleza. Es esa lentitud la que se conmueve al observar los símbolos del apocalipsis, la inercia que lleva a devorar la propia vida o a confundir el progreso con un acto de prepotencia capaz de exterminar los rosales, los bosques, las selvas y las orillas del mar. Poco futuro nos queda si olvidamos la sabiduría de los huertos, los olivares y los archivos.

Mientras paseo entre las calles del pueblo siento que mi lentitud es una actividad enérgica, un vitalismo disciplinado que me ayuda a comprender sin prisas hacia dónde camino. Me ocurre lo mismo cuando salgo a pasear por los pinares y las dunas. Las palabras escapadas de las conversaciones ajenas, los saludos, el rumor del viento, el silencio comunicativo y agrietado de los árboles, la alarma de los pájaros y el murmullo del mar me devuelven una y otra vez a un planeta cargado de años y de historias, a la gente que quiero, a las personas que necesito cuidar, a las personas que me cuidan.

Estoy muy equivocado cuando digo que me desconecto del mundo porque no veo la televisión y sigo menos la actualidad de otro tipo de rumores, las salpicaduras de esa inevitable verdad estrafalaria, ruidosa y falsificadora que no habla nunca con propiedad, sino con propiedades. Es aquí, en mi lentitud y mi naturaleza, donde me conecto con la gente y recuerdo el derecho a ser dueño del tiempo y a levantar una alegría compartida. Es el amor y no el odio lo que justifica el compromiso.

Es bien sabido: si queremos recuperar fuerzas, conviene aprovechar las vacaciones para desconectar. Nos esforzamos en alejarnos en lo posible de las preocupaciones laborales, nos distanciamos de las polémicas vertiginosas del día a día, usamos menos el teléfono, nos acercamos poco al televisor y si es posible para ver alguna película que se nos pasó o que queremos recordar, nos dedicamos a leer algunos libros que tenemos pendientes, en fin, paseamos al anochecer o al amanecer por calles o por pinares que nos devuelven un olvidado sabor a nosotros mismos.

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