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La dignidad de la política

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Mi equipo de fútbol viene de sufrir una temporada muy mala y ha empezado fatal sus nuevos retos. Va de fracaso en fracaso. Ayer me topé en el televisor con una tertulia deportiva en la que numerosos vociferantes agitaban la última derrota. El protagonismo de la conversación, por supuesto, no se sostenía en los comentarios sobre el juego de los futbolistas, la situación real del equipo y sus posibles carencias, sino en el tono mismo del programa, más próximo a la astracanada que al periodismo. Fuera de lugar estaría quien quisiese opinar sin muecas, odios, desprecios, indignaciones y sentencias rotundas. Me impuse como disciplina no apagar el televisor.

La algarabía llevaba con facilidad a la búsqueda de culpables. Que si este, que si aquel, que si el de más allá. Y lo más curioso es que nunca salía a relucir el nombre del empresario responsable de la situación. Sólo se disparaba sobre este entrenador, ese defensa o aquel delantero que no está en racha. Me incomodó el espectáculo, pero sobre todo me incomodó la certeza de que si el tono enloquecido funciona es porque tiene audiencia y hay un numeroso público que participa del circo. Parece que necesitamos vivir en el apocalipsis.

Es fácil de imaginar las risas y enfados, las aclamaciones y los insultos que levantan entre unos y otros los que defienden con furia a un club o los que atacan a otro. La algarabía invita a hacerte seguidor apasionado de los tuyos y a sentir asco de los colores ajenos. Más preocupado por ser de los buenos que por el buen fútbol, lo que suele ocurrir cuando los resultados no acompañan es que el indignado abandone la afición o se convierta en un amargado profesional, sospechando de árbitros, locutores, directivos y hasta de las condiciones climatológicas, porque la lluvia, ya se sabe, cae con intenciones secretas sobre los domingos y las ciudades.

Hay dos espectáculos poco edificantes a los que hemos asistido en la sociedad española en los últimos años. Y no hablo de política (o sí). Cuando Ronaldo entró en los juzgados para responder a un vergonzoso fraude fiscal, había numerosos aficionados en la puerta con la intención de jalearlo y pedirle autógrafos. Cuando Messi fue imputado por otro vergonzoso fraude fiscal, entre los aficionados del Barça circuló un manifiesto con el lema "todos somos Messi". En este ambiente, mientras nadie se permite poner en duda la realidad económica de los clubes, las estrellas y la opresión de la marabunta, resulta complicado mantener la afición al fútbol. Unos abandonan cuando pierden y otros cuando sienten vergüenza por ganar.

Del fútbol se puede prescindir, de la política no. Si el fútbol desaparece, sólo pagarán una factura grave los que han convertido un deporte y un sueño infantil en un pornográfico espectáculo televisivo desde el punto de vista económico y humano. Si desaparece la política, pagarán la factura todos los ciudadanos que necesitan un Estado capaz de ordenar la convivencia para que no reine la ley del más fuerte y la avaricia de los bolsillos insaciables.

El poeta de la democracia

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El desamparo y el miedo crean monstruos. Los demócratas, los que consideramos que todo el mundo tiene derecho al voto y que este derecho no se puede negar ni siquiera al que pide autógrafos a un estafador, debemos tomarnos muy en serio la educación pública y el tejido social. Estamos al borde de un abismo que se llama al mismo tiempo neofascismo, neonazismo, supremacismo, neoanalfabetismo y orgullosa barbarie popular. El problema es que los mejores espacios cívicos en defensa de la democracia, los mejores filtros, son los partidos políticos; y, sin embargo, se ha convertido en tema de tertulia desquiciada su razón de ser, su dignidad y su trabajo.

Las próximas elecciones van a animar los peor de nuestros corazones. Muy de los nuestros o muy de ninguno, proliferarán los insultos, las descalificaciones y las culpas. Los políticos debieran ser conscientes de que sus acusaciones teledirigidas rebotan en el adversario y salpican al crédito general de la política. Y los aficionados debieran ser conscientes de que los políticos no son mejores o peores, más listos o más tontos, que los ciudadanos. Y todos los que mandan mensajes por las redes criticando el sueldo de los políticos, debieran detenerse un momento a compararlo con lo que cobran los ejecutivos en las grandes empresas. También, claro, con lo que pagan a sus empleados.

El problema más grave que tenemos los ciudadanos no está en Casado, Rivera, Iglesias o Sánchez. Está en conseguir una crítica de los malos usos políticos que no acabe con la política democrática y deje las manos libres a los que confunden la estabilidad con un mundo laboral desamparado y una cuenta desmedida de beneficios. Ante este problema, me parece una irresponsabilidad quedarse en blanco o abstenerse.

Mi equipo de fútbol viene de sufrir una temporada muy mala y ha empezado fatal sus nuevos retos. Va de fracaso en fracaso. Ayer me topé en el televisor con una tertulia deportiva en la que numerosos vociferantes agitaban la última derrota. El protagonismo de la conversación, por supuesto, no se sostenía en los comentarios sobre el juego de los futbolistas, la situación real del equipo y sus posibles carencias, sino en el tono mismo del programa, más próximo a la astracanada que al periodismo. Fuera de lugar estaría quien quisiese opinar sin muecas, odios, desprecios, indignaciones y sentencias rotundas. Me impuse como disciplina no apagar el televisor.

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