Ayer bajé a hacer la compra para la humilde cena navideña. Este año somos muy pocos. Por eso fui muy sensible a la conversación de dos mendigos en la puerta del supermercado. Uno le preguntó al otro si tenía miedo de que lo echaran de la tienda. La respuesta me dio que pensar: “no, no tengo miedo, a mí me han echado ya hasta de fuera”. Podemos sentirnos expulsados hasta del exterior cuando los interiores no son habitables.
Pensar un tiempo de prisas e incertidumbres significa buscar alianzas con la lentitud de las paradojas. En esa lentitud aprendemos a descubrir lo malo que hay en lo que nos gusta y lo bueno que se esboza en aquello que negamos.
Si afirmamos que los deseos individuales no pueden confundirse con derechos, es justo defender que cualquier derecho, por minoritario que sea, debe sentirse defendido por la comunidad. Es el mejor camino para mantener la ilusión de sentarnos juntos a la mesa o alrededor del fuego. Conseguir que la diversidad sea un enriquecimiento de la convivencia evita una dinámica de fragmentación. Los mejores amaneceres son los que vienen después de una buena noche.
El piano, los violines, los violonchelos, las trompetas, las flautas, los oboes, los tambores y las voces habitan la armonía de una orquesta. La sociedad del ruido, alimentada casi siempre por la crispación de la desigualdad, se hace inseparable de las dinámicas que invitan a la fragmentación de los espacios comunes. Es una herida infectada a largo plazo. Aunque la mercantilización del tiempo nos propone vivir en instantes de usar y tirar, las consecuencias de esta prisa van más allá de la reacción corta. Con la prisa se escriben también los relatos del corto, el medio y el largo plazo.
¿Es posible equilibrar la pluralidad con un contrato social que articule la navegación en común? Es una de las preguntas que deben encontrar respuesta para que las diferentes identidades no se cierren al diálogo en este caos de neoliberalismo que ha definido la libertad como la ley del más fuerte. La verdadera reivindicación de los derechos de cada uno sólo se asegura en la comprensión de los derechos del otro.
La verdadera reivindicación de los derechos de cada uno sólo se asegura en la comprensión de los derechos del otro.
La reivindicación feminista fue una primera llamada de atención en la conquista democrática de la convivencia. Carolina Coronado escribió en 1846 el poema La Libertad, recordándole a los hombres liberales de su tiempo que poco servían para una mujer las apuestas por el progreso si no contaban con ella: “yo, por los hombres me alegro, / mas por nosotras, las hembras, / ni lo aplaudo ni lo siento, / pues aunque leyes se muden, / para nosotras no hay fueros”. El poema de Carolina Coronado recogía la pregunta que Olympe de Gougues lanzó a los revolucionarios franceses en 1791: “Hombre, ¿eres capaz de ser justo?, una mujer te lo pregunta”.
Las discriminaciones alimentan una división, una ruptura de cristales, un río revuelto en el que hacen buena cosecha las formas de dominación y los prejuicios. Las reacciones defensivas también llenan el bosque de setas venenosas. Se abandona el deseo de una sociedad justa por la afirmación de la propia identidad cerrada, es decir, se desean formas de reconocimiento, y se corre incluso el peligro de confundir ese reconocimiento de lo propio con la justicia. Y no siempre las víctimas reivindican su dignidad de manera justa.
Enrique Ojeda Vila ha analizado las dificultades de todas estás dinámicas en el libro Sudáfrica y el camino a la libertad. Del Apartheid a la Democracia (Catarata, 2021). Samir Naïr advierte en su prólogo una de las perspectivas fundamentales para salvar situaciones conflictivas después de tantos años de abusos e injusticias: “La cuestión esencial, por lo tanto, no estribaba meramente en imponer la ley de la mayoría negra. El destino de ese viaje era más complejo, mucho más difícil de alcanzar: crear una democracia inclusiva, que debía embarcar a toda la ciudadanía del país, blanca y negra”.
Los enemigos de la democracia inclusiva diseñan estrategias basadas en la ofensa porque saben que los odios se retroalimentan. Del mismo modo, la necesidad de reconocimiento disuelve la meditación en mecanismos de publicidad y formas de autobombo. Estrategias de ofensa y dinámicas de publicidad son campo abonado para el rencor, el engaño, las artimañas del trepa y la fragmentación, ya sea en el debate político de una articulación territorial, ya sea en la pulsión de las vanidades personales, sobre todo cuando una voz se siente defraudada de sí misma.
Por eso conviene vivir en la lentitud. Si uno va despacio, aprende poco a poco aquello que resulta inconveniente para la esperanza. Cuando se quiere consolidar el respeto a la diversidad, es necesario pensar más en la convivencia que en la fragmentación.
Ayer bajé a hacer la compra para la humilde cena navideña. Este año somos muy pocos. Por eso fui muy sensible a la conversación de dos mendigos en la puerta del supermercado. Uno le preguntó al otro si tenía miedo de que lo echaran de la tienda. La respuesta me dio que pensar: “no, no tengo miedo, a mí me han echado ya hasta de fuera”. Podemos sentirnos expulsados hasta del exterior cuando los interiores no son habitables.